domingo, 5 de agosto de 2007

APUNTES CRÍTICOS, Manuel del Cabral


Manuel del Cabral nació en la República dominicana en el año 1907. Hace unos pocos años que partió al país de los bienaventurados. Cabral es uno de los clásicos, sin lugar a dudas, del siglo veinte en el ámbito hispanoamericano, a pesar de que su obra es poco conocida por muchos literatos de alto calibre. Mi intención es presentar en estos apuntes –porque eso es lo que son “apuntes”- un leve perfil de su creación poética para quienes, a lo mejor, deseen leer su enjundiosa obra conjunta.

1. Compadre Mon, 1940. Este es un libro largo y lleno de resonancias populares. La figura del Compadre Mon cruza transversalmente el poemario, que está dividido en tres partes bien diferenciadas. La región del Cibao (también Haití) con sus encantos paisajísticos y populares, sirven de acicate al poemario dedicado a la mítica figura del Compadre Mon. Éste es un hombre bravo como los gallos de pelea, campesino temible, de armas tomar, respetado por sus hazañas de macho pistolero: “Es que, Compadre Mon, cuando yo quiero / saber el mapa de la tierra, miro / la carta de tu piel, cosida a tiros”.

El poeta no se queda en lo anecdótico de Mon, sino que recrea la palabra transformando los datos de la lógica común: “Y en el corral de tu guitarra siento / que muge el huracán, es que tú sueltas / de los alambres del corral el viento”. También dice: “Hay muertos que van subiendo / cuando más su ataúd baja…”.

Destaco ciertas inquietudes profundas –que es en realidad parte del perfil cabraliano- que acompañarán hasta la muerte al poeta: “Es que desde muy niño / se me quedó en el cuerpo tanto cielo... Algo me reparte; / esto lo sabe el buey madrugador que hamaca / en su hilo de baba la sagrada mañana”. La pregunta metafísica, que siempre estará vigente en la obra poética de Cabral, ya aparece planteada en Mon: “¿Qué puede hacer aquello que en lo mudo se oye; qué puede hacer si siempre / se nos muere en la sílaba?” También formula la pregunta de otra manera: “Pero, ¿quién, quién ahora, / puso a pensar mi silla, / mis zapatos, / mi catre? / ¿Quién le quitó a estas cosas su sitio de cadáver?”.

Otros motivos poéticos que persistirán en lo sucesivo nacen a partir de la intuición de lo trascendente: Agua, “la del río, ¡qué blanda! / Pero qué dura es ésta: / la que cae de los párpados / es un agua que piensa”. En el mismo orden el poeta escribe: “más cuando el agua del ojo / cae al labio, sólo él / sabe entonces, / para qué sirve la sed”; “porqué llueve en mi pueblo, / si ya no están los charquitos / con su secreto de cielo”; “oigo un ruido de raíces / en los silencios del indio”.

Lo sorprendente del poemario, a mi entender, es que, a caballo entre lo popular de Mon, el poeta ribetea de hallazgos metafísicos una gran cantidad de poemas: “¿A mi guitarra de carne / quién la enseñó a trabajar? // Mis ojos no miran, oyen / el espanto en la llaga. // ¿Pero quién de sembrador, / quién está aquí con su ausencia? / El oficio de la esencia / es sin pétalos ser flor”.
Es un gusto leer al Compadre Mon, pues no hay desperdicio en su lectura. Continuamente Cabral nos sitúa ante lo bello de la palabra: “Amarga miel esta miel que no viene de la abeja… Aquel que a mí me enterró algo dejó de enterrar”; “Tengo en cada cicatriz / una voz que es la raíz de lo que callando estoy”. Y así nos va introduciendo el aeda en su angustia metafísica, hasta que, como veremos, en Huéspedes Secretos alcanza la cima de su creación poética.

El poeta busca en lo real trascendente un asidero: “Yo veo en lo oscuro a Dios”. Un “dulce abismo” lo concita a la permanente y ansiosa conquista de lo intangible que nunca le dejará en paz: “Mano que me diste tragos: lo que me hiciste beber / le quita la sed al cuerpo, y a mí me deja la sed”. Y, como un presagio de lo que escribiría en los años venideros Cabral, sentencia el poemario Campadre Mon con estas palabras: “hay cosas que con la muerte es que empiezan a vivir”.

2. Manuel Cuando No Es Tiempo, 1941. Este poemario tiene mucho de autobiográfico. Es revelador cómo el poeta en “Carta a mi padre” pone en claro su ser y su estar en el mundo. Se siente poeta y no otra cosa. Su misión en la tierra es comunicar el misterio de lo absoluto: “Padre mío, ya ves, / el agua que me diste, venía de una oscura / profundidad de vida… padre mío, ¡no sabes / lo grave que es a veces / un hombre que en el pecho le entierran viva un ave!”

Cabral, poseído por el don de la intuición, nos sitúa ante una realidad presentida: “Hay algo más que canta sin cantar en el canto. / Es algo más que es tuyo, pero tan transparente / que se mancha si a veces se acerca mucho al hombre”. Hallo cierto paralelismo machadiano, sobre todo en Proverbios y Cantares, XXIX: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar…” Cabral canta: “Viajero que dentro del pecho / a caballo siempre vas”.

Nuestro poeta le pone mucha más fuerza y penetración a sus versos y concluye: “Por la herida sales, pero… / no creo que a descansar”. Es cierto que todos los ríos van a la mar, y van no a depositar sus aguas, sino con otro fin: “¿Va el río adonde, si el río / la sed no le quita al mar?” Nuestro poeta nos abre la puerta para comprender su original visión del mundo, del misterio. Advierte En Carta a Darío: “vamos a hablar de cosas que por ser sencillas parecen misteriosas”. Tal vez esa sea la mejor puerta para conocer la posición estética desde la cual pergeña los versos más sorprendentes y estremecedores que uno pueda leer.

Una fuerza inusitada impulsa al poeta a perseguir el sentido profundo de las cosas, especialmente del hombre: “al hombre le queda aún el hombre… aun vive la rosa con su nombre… aun tiene sitio lo indefenso”; “porque cuando yo pienso que tengo cerca al mundo / me acerco a lo más niño, lo más viejo y profundo”.

Parece obvio que lo que persigue nuestro poeta no es el adorno de las palabras, sino revelarnos el sentido universal de lo que es el hombre arrojado en el mundo, para decirlo heideggerianamente: “Me pesa tanto el hombre que no puedo correr… Hoy puede verme el hombre por mi abierta ventana. Me hallará transparente como el agua con cielo”.

La infancia se actualiza en los versos de Cabral como si ella misma fuera la esencial forma de ser adulto: “¿Cómo me haré contigo, infancia, que de nuevo, como un traje ya viejo, pero querido, uso? / Nunca dejaré de usarte. Todavía te llevo. / Lloras un agua tan clara / que no parece dolor”.

La poética cabraliana, ya desde estos primeros libros, apunta a lo real trascendente. Es una poética interior que servirá de plataforma para lo que será, en efecto, la Poética Interior del Movimiento Interiorista nacido en la República Dominicana en 1990. “Mas puede mi interior ser infinito / como la gota que en su estrecho mito / no pudiendo volar se roba el cielo”.


3. Trópico Negro, 1942. Un registro nuevo en Manuel del Cabral es su poesía negra. El retrato del hombre negro es elocuente: “Hombres negros pican sobre piedras blancas, / tienen en sus picos enredados el sol. // Hombres de voz blanca, su piel negra lavan / la lavan con perlas de terco sudor”.

No podía faltar el toque característico de nuestro poeta quien, auspiciado por su penetrante inteligencia, descubre en lo cotidiano pasajes inéditos de la existencia humana Cabral nombra bellamente lo que comunmente han hecho los hombres negros: el trabajo duro que los blancos no les gusta hacer: “Rompen la alcancía salvaje del monte, / y cavan la tierra, pero al hombre no”; sus supersticiones: “vienen a darle dinero / a tu amuleto que habla”; “Haití ve por el ojo de un anillo. / Ve las enfermedades, los ungüentos. / Y oye gritar la luna”; sus cantos y sus tambores: “Cantan los cocolos bajo los cocales. / Sale ya del vientre del tambor la selva. / Ya la piel del toro muge en el tambor”; “El tambor, a ratos, / va poniendo furiosos tus zapatos.// Y tu taco toca, y taco a ratos, / echa al aire el Congo que hay en tus zapatos”.

La crítica social está refinada por el poeta: “Sólo cuando la tierra no sea tuya, / será tuya la tierra”. “Hay en tus pies descalzos: graves amaneceres. / El cielo se derrite rodando por tu espalda: / húmeda de trabajo, brillante de trabajo, / pero oscura de sueldo”.

Un dato que no puede pasar desapercibido es la empatía que siente nuestro poeta hacia el negro: “Una sonrisa tuya me servirá de agua / para lavar la vida”. La poesía negra de Cabral no hunde la figura del negro haitiano ni del negro dominicano: Negro, “tienes para los hombres / una sonrisa blanca / que te pone muy alto”.

El negro de la zafra es otro retrato del negro laborioso: “he visto las gotas de azúcar cómo ruedan / sobre la dentadura de tu machete… la caña lo que pone / es a llorar tu filo”. La conciencia de la propia misión como poeta no tiene más objetivo que el de exponer en versos lo que verdaderamente tenga razón de ser: “no escribo sino cuando yo creo / que algo debe morírseme cada vez que yo canto”. Ojalá que todos los cultores del bello decir se coloquen en esta plataforma de la creación poética.

La figura del negro queda realzada por el poeta. Subraya la nobleza de la raza negra y sus valores más profundos. Yo diría que Trópico Negro es un acto de remisión que, desde la poesía, hace el autor con el objeto de revelar al mundo la valía del hombre negro. La poesía negra de Cabral mantiene la distancia respecto al racismo y la segregación, como han pretendido ciertos dominicanos intelectuales.

4. Sangre Mayor, 1945. Manuel del Cabral asume una actitud fundamental como creador: la de desentrañar los movimientos de su alma. A esto lo llama él: “mi enfermedad de ángel”, queriendo decir que en su interior acontece algo que no es él ni es de él, pero que está en él: “algo viene luchando con mi silencio, / con la materia simple que rodea mis pasos, / mi ruido, mi cáscara, / como si le quitaran el pellejo a mi voz”.

En este poemario, denso y esencial para comprender los móviles de la poética cabraliana, hay una profundidad no vista en las anteriores obras. El poeta husmea y rastrea las cosas que para él son esenciales existencialmente hablando: “por la noche mi sangre / tiene algo de brazo con angustia…, Por la noche yo busco / estas muertes que vivo”. La experiencia de lo trascendente –sobre todo del Ser- es una experiencia de muerte, de vida. Y el poeta reconoce las heridas de los aletazos metafísicos como muertes que vive en su propia condición humana. No es una experiencia mística, eso es otra cosa, -recordemos a San Juan de la Cruz-, sino la vivencia muy humana de una persona que descubre una realidad ajena a los sentidos corporales: “pasa como un escándalo / el silencio de Dios sobre mi frente”.

Cabral es un poeta, a mi juicio, de las cosas esenciales. Él penetra todo, lo ausculta todo en búsqueda de la esencia de cada cosa. A esto lo llama el poeta Pedro José Gris “revelación de verdades”. En efecto, aunque nuestro poeta en cuestión es precursor de la Poética Interior, se sitúa justamente en los parámetros de la escuela interiorista. Claro, la verdad interior del poeta no es más que un fragmento de la verdad total, por eso dice: “lo que te sale / es un poco de hombre que lucha con esencias; / algo mucho antes que aquella fecha oscura”.

Gracias al poeta las cosas permanecen sin que el tiempo las desgaste: “Mi voz no deja gastar estos objetos, / estas cosas donde cabe el tiempo”. Pero más allá de esa conciencia de eternizar con el canto las cosas, Cabral es, sobre todo, y creo que este es un dato fundamental, un poeta de intuiciones. Él intuye la presencia del Ser, del Absoluto: “Alguien hojea olas –tal vez no hablo del viento-, / tal vez callo el sabor / de la sangre que sale del instrumento músico; / pero hay algo sin tregua, / algo que se permite venir de todas partes / lentamente veloz; algo / que se hace presente con su ausencia”.

Sangre Mayor viene a ser un grito de ola, un grito del hombre que, niño, “defiende su tumulto vegetal / la raíz de algo / que medita con esencias”. La creación poética de Cabral está lejos de la pura inventiva como acto de la imaginación. Es una necesidad que brota con urgencia de su interior, por eso tiene que comunicarla: “Yo quiero decir cosas, yo no canto. / Huyen mis ojos de mi cara y siento / que corren hacia el fondo de mi sangre”.

El poema “Sangre Mayor” merecería un análisis exhaustivo, pues todo él, como Oda al Padre de Pedro José Gris, Altazor de Huidobro, Piedra de Sol de Octavio Paz, el Soneto en ix de Mallarmé, aúpa una atmósfera fuera de serie: “Ya siento que mi sangre de pronto suelta pájaros.// Debe haber otra vez huéspedes en mis venas”. El poema “Sangre Mayor” es un compendio de esencial en la poesía de Cabral, cuyas fuerza metafísica alcanza su máxima expresión en el libro “Huéspedes Secretos”, que viene a ser la exposición más lograda, creo, de su visión poética del mundo.

Lo cautivador de Cabral es su acuciosidad en el rastreo de lo real trascendente: “he sentido el temblor y un nacimiento de grandes tiempos”. Puede percibir la presencia del Absoluto con una innata facilidad, podría decir así, al grado de que es un permanente goteo de hallazgos que revelan su encuentro intangible con tal presencia: “Pero, por qué tan insistentemente me busca probablemente / alguien que no gasta los días?” Y también: “Algo pesa este olor reunido como un número, como un / enemigo de la epidermis, buscando un habitante de estimables silencios”.
El poeta parece tocar el fondo del abismo, el corazón mismo del Ser: “Mis pobres manos, hasta ayer gobernadas por sangre sin tregua, adquieren lejanías no tocadas”. En su penetrante sensibilidad y razón arguye: “ya es muy antiguo el cráneo, ya es muy antiguo el ojo. Pero hay algo que es cómplice, algo sin tregua que oigo allí, donde el tiempo es indefenso”.

Cabral es un poeta cuyo de desasosiego se convierte en angustia. En Cabral la angustia es metafísico poética. Heidegger en “¿Qué es la metafísica?”, habla de la angustia desde el pensamiento netamente filosófico. Cabral, naturalmente, desde la poesía. Éste no hace filosofía poética, (él mismo dirá: “detesto el aire deliberado de la filosofía”), aunque su hallazgo poético se enrumbe precisamente en la órbita de la trascendencia y parta de elementos que orilla la teodicea: “hay un contacto directo y vivo con lo eterno”, porque hay en ello “Un aire de misteriosa voluntad que hace de mis debilidades / de humano un posible entendimiento de mi materia / con lo puro, con lo inequívoco para todo contacto con lo transitorio”.

Manuel del Cabral toca el registro universal de la gran poesía. Esto se fundamenta en el hecho de que todo el género humano, de cualquier época y lugar, se hace la pregunta por lo trascendente, pero pocos responden con valor a lo que, a modo neblina se revela a la razón, causándole una herida que sangra el ser, un dolor existencial, una angustia profunda. Por eso el poeta se cuestiona: “¿No ha sido esta angustia de hoy la misma que la primera / de la creación? Debo comprender que en mi dolor hay una muchedumbre… Debo entonces comprender que mi oficio es no dejar morir el dolor”.

5. De Este Lado Del Mar, 1948. En este poemario Cabral retoma lo popular que ya había aparecido en Compadre Mon e introduce, asimismo, una nota nueva en su creación, la social: “¿Qué rifle vendrá a hoyar / una ala del gran pájaro de este mapa de América”. “Todas las bocas con hambre / tienen la misma voz. // América es así… tiene todo… menos su pan, su voz, su geografía”.

Aparece otra vez en “Hombre y Voz” la alusión a la raza negra. De ella saca Cabral versos sonoros y llenos de empatía: “tu voz trabaja / más allá de la cáscara de tu piel que destila / tercamente agua honrada…, los gritos de tus ojos arañan”. Hay una identificación del negro con América: “La América que baja por tu piel, sube en grito. / Y América es de carne si sale por tu voz”.

Pocas veces he visto que unos zapatos rotos conmuevan más que los que describe nuestro poeta: “Viejos zapatos rotos ¡vienen de tan adentro! / que saben más secretos del grito que del pie”. (Creo recordar que Van Gogh dibujó unos zapatos en iguales condiciones verdaderamente impactantes). La fuerza de los versos de Cabral está en que de lo profundo del agujero de los zapatos llega el nuevo día al continente: “América no sabe que la mañana ahora / viene del agujero de tus zapatos rotos”.

Cabral penetra en la realidad de América asumiendo no sólo el dolor del negro, sino también del indio: “Indio que estás dormido, tú que hace tiempo tienes / largo sueño enredado en tus brazos remotos”; la del inmigrante chino de Brooklyn: “Algo tan gris le moja a Chan los ojos…, el agua del ojo también se llama Chan”.

Hay una preocupación social por América que trasciende todo nacionalismo. Esto le da a Cabral una amplitud de miras y un conocimiento bastante general, situándose así al lado de importantes pensadores que han soñado con una sola “patria americana”.

Es casi seguro que este libro sea una prefiguración –una visión poética de un sueño que deviene en realidad- de lo que ha pasado con la europeización orteguiana –ya lograda- con la americanización de América, ya en proceso irreversible.

6. Los Huéspedes Secretos, 1951. Vamos a abordar uno de los más enjundiosos de los libros de Cabral. Tal vez el más grande y complejo que haya escrito el poeta quisqueyano. No es presuntuosa la afirmación, lo puede sopesar quien tenga amplios conocimientos de la poesía latinoamericana, de que esta obra es de las más importantes y sobresalientes del siglo veinte en América.

Pues bien, Huéspedes Secretos recupera la temática de Sangre Mayor –la metafísica-, la sobrepasa y culmina. El lenguaje, bien manejado por el poeta, explora nuevos sentidos semánticos que empalman con un declarado propósito de encontrar la fuente originaria del Ser, del alma, de lo infinito: “Tendrán los ciegos, oh infinito, / más niebla que los ojos que te miran? // Sólo cuando yo estoy junto a los niños / a nombrarte me atrevo, oh infinito. // Oh infinito, cómo puedo ser hombre / si tú desde lo alto me enseñaste a ser niño”.

Cabral, como hemos aseverado en otra ocasión, es precursor de la Poética Interior. En este orden, su poesía es fundante, pues ha dado pie a lo que en el interiorismo se le denomina “metasemas”, esto es, a términos que son hoy parte de las herramientas de creación de la poesía interiorista. Éstos son, a saber: niebla, temblor, etc.

Concitado por la presencia del Ser, intuición profunda de la inteligencia poética, que es como decir experiencia religiosa, el poeta pregunta: “con qué ojos puedo mirarte? / Con qué frente puedo concentrar tu inefable estatura”. El Absoluto se le presenta a Cabral materialmente inmaterial, él lo sabe, pues su materialidad es justamente suprasensorial e inefable. De ahí la agónica desesperación expresada en el verso “¿con que ojos puedo mirarte?”.

En un diálogo directo con la Presencia del Absoluto, Cabral se propone contemplar las mil maneras en que aquélla se revela: “me he preparado para poder contemplar tu plural presencia”. El hombre, a pesar de su pensamiento, no le es dable conocer del todo la grandeza de la Presencia, ni sus nieblas ni sus abismos. Es más, ni siquiera percibe en los seres pequeños la grandeza que poseen. Pero sí puede “derribar desde su frente / las bestias que viven en su sangre desde su origen; // y podrá, también, comprender que lo soltó un hondero; / que somos una piedra –quizá la de David-, / una piedra que hace siglos anda en busca de su blanco, / pero una piedra, ¡ay!, que no encuentra al gigante, porque inefablemente rueda dentro de él”.

En la sangre bulle el mar, bulle el misterio abismal del origen de la vida. Nuestro poeta ha identificado algo grande en su sangre que no acaba de poner al descubierto. Asimismo, revela una verdad universal: el hombre está en el mundo porque alguien lo puso en él, fue lanzado al mundo (arrojado diría Martín Heidegger) por un hondero. El deleite intelectual que producen estos versos (poema Inicio tercero) de la piedra arrojada es verdaderamente impactante.

Somos una piedra que busca con angustia el origen y su descanso último. Una piedra que anda husmeando a su dueño, pero esto no es posible, porque está dentro de él, rodando inefablemente. Agustín de Hipona dijo: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestra alma estará inquieta hasta que descanse en ti”. Amado Nervo dijo también algo parecido: “Inútil la fiebre que aviva tu paso, / no hay fuente que pueda saciar tu ansiedad, / por mucho que bebas, / el alma es un vaso / que sólo se llena de eternidad”.

Del Cabral tiene una experiencia metafísica del ser que lo creó. Ese hallazgo de la realidad trascendente la poetiza brillantemente en Huéspedes Secretos. No le falta razón desde el punto de vista poético como en lo versos de Nervo, ni religioso, como la reflexión de Agustín, ni tampoco filosófico, como lo demuestra en la Metafísica Aristóteles: “Necesariamente tiene que haber alguna entidad eterna, inmóvil… Ha de haber un principio tal que su entidad sea acto” (Libro XII, 1071, 5-15).

Esa entidad primera, o sea, el huésped primero, el hondero, es Dios: “Los ríos todavía no robaban paisajes, / aún andaban tibios por las venas de Dios, / y todos los caminos comenzaban apenas / a dibujarse en las arrugas de su frente; / la espuma de los peces meditaba, ya inédita, / en los bucles de su amo”.

La intuición poética de Cabral no dista de la del filósofo Aristóteles. Aquél proclama una verdad poética trascendente: “Ahora estás aquí. / ¿Pero puedes estar? // Tú dices que te llamas… Pero no te llamas… // Tu puro ser se muere de presente. / Se muere hacia el contorno. // Se muere hacia la vida”. Éste –el sabio de Grecia- proclama una verdad intelectual profunda, filosófica: “hay algo que mueve –el que lanza la piedra, el hondero- siendo ello mismo inmóvil, estando en acto, eso no puede cambiar en ningún sentido… Se trata de algo que existe necesariamente, es perfecto, y de este modo es principio” (ídem, 1027, 5ss).

En Dios hay vida, pues la actividad del entendimiento es vida y él se identifica con tal actividad: “Se muere hacia la vida”. Y su actividad es, en sí misma, vida perfecta y eterna. Dice literalmente el sabio- “que Dios es un viviente eterno y perfecto. Así, pues, a Dios corresponde vivir una vida continua y eterna. Esto es, pues, Dios” (ídem, 1072, 25). A esa entidad eterna y divina, infinita es que canta nuestro poeta con desgarrado aliento: ¡Oh infinito, / sólo mi nacimiento puede dolerme igual / que tu presencia virgen ante el hombre!” No hay duda de que Manuel del Cabral en sus ratos de inspiración, se ve poseído por la realidad trascendente: “Oigo un rumor de flautas antiguas”. Esto es lo que hace distinto al hombre llamado Manuel de todos los hombres. Él se ocupa de las cosas extrañas de su ser, y los demás mortales de las cosas externas y pasajeras.

En su delirio poético el aeda es un taumaturgo, un dios terreno que vivifica a las cosas y a los objetos: “Al contacto de mis manos toman otra estatura”. El huésped amigo se revela de forma tan diversa que nadie puede predecir de qué otra manera se le presentará de nuevo. Es un huésped secreto que sólo su intuición mira. Huésped que se presenta repentinamente y deja la herida por donde “de súbito cae un poco del día” y “sale un poco la historia de la sangre”. El rostro del huésped un “rostro de mañana que huye”. Por lo tanto, resulta imposible asir su realidad óntica, su forma siempre en fuga. Ni siquiera el poema puede atrincherar su impalpable presencia.

Dios parece ser el nombre absoluto del huésped total. Dios mueve la tierra, y “las entrañas del viento y de las aguas”. Huéspedes Secretos canta el orden suprasensorial de la realidad, la propia realidad humana que está vinculada a algo sublime, a quien “el útero virgen del pensamiento preña”, a “un sentido no propio que trabaja / desde un remoto aliento”. Es un combate furibundo, paradójicamente bello, el que libra el poeta: “¿Dime, aire puro, qué voz es la que escucho, /que ya no me detengo y es con la luz que lucho?” (Ego de Huésped).

En lo profundo del ser el poeta metafísico siente arañazos en sus carnes, cincelazos del huésped en su cráneo. Concitado por el huésped interior el poeta pregunta: “Huésped mío, / ¿Qué buscas? / ¿qué quieres, / que a fuerza de ser mudo me golpeas / como un odio sin puertas?”

El huésped que contempla Manuel del Cabral “se hiere cuando silba”, el que con “su garganta pone / más azul en los charcos que pisan los boyeros”. Es el que “en el cutis del mar escribe cartas”, “el que empuja la mañana como el río sus rizos”, el que “bebe en el ojo suelto de un río”.

El tacto y el olfato excitan los sentidos interiores de nuestro iluminado poeta, de forma que queda atrapado por lo que éstos últimos perciben: “ ¿Por qué tan insistente / esto que no me toca, pero que a ratos / respiro, / lo siento, / me tiembla…” “Hablo con las tijeras que cortan los jardines / para saber si hieren a mi huésped? Porque aquel que me rodea / duerme en la rosa familiar su siesta”.

La poesía trascendente de Manuel del Cabral gana intensidad a medida que uno avanza en la lectura ansiosa del poemario más emblemático que escribiera nuestro autor. En este proceso algo en uno queda trastocado. Nadie que posea un mínimo de sensibilidad puede quedar impasible ante los Huéspedes Secretos. El mismo poeta dice: “Aquello que late, sin agua, / sin viento, / sin lumbre, / sin tierra, / ¿lo comprenden los hombres? ¿Lo comprenden las cosas?.. Todo está como el agua, / como la ola; / ¡Sólo el temblor me inventa a cada instante!”.

Manuel del Cabral pretende darnos a conocer, de muchas maneras, con Huéspedes Secretos, la certeza metafísica de la presencia impalpable del Ser, del Absoluto, de Dios. Lo podemos entender de cualquiera de las formas. Nuestro poeta no hace una confesión de fe, sino una revelación poética de la verdad profunda que su alma no puede dejar de propalar en su poesía transida de una fuerza extraña y estremecedora.

Esa presencia del Absoluto galopa como un caballo, pero “no podemos tocarle, / porque galopa alto…/ y mucho antes que el tiempo, / mucho antes / que el hombre y la palabra”. Esa presencia es la que persiste, eterna e inagotable en los “caracoles que tienen un rumor interior, / un inefable / rumor terco de océano”.

La conciencia superior de pertenecer a otro orden, sin dejar el orden cotidiano, inmanente, es tal vez el rasgo que, a mi juicio, crea la angustia metafísica de Cabral: “No sé que hacer con este cuerpo mío, / alguien me lo alquiló, yo no sé cuándo… Yo quiero devolverlo como me lo entregaron; / sin embargo, / yo sé que es tiempo lo que a mi me dieron”.

Desdoblada la conciencia del poeta, en la pureza de la luz, se ve a sí mismo habitado por otro, que es no él mismo en su búsqueda de absoluto: “porque yo sé que hay dos aquí en mi carne”. El problema deviene cuando esta doble corporeidad, la material y la intangible, –porque está más allá de lo físico y de los sentidos corpóreos–, se “atraen y se repelen” para usar términos heideggeriamos. Es decir, el cuerpo no se ocupa más de que de lo sensorial, pero el alma puja, loca, sin descanso, sin tregua, en una atroz búsqueda por hallar su paz y calma: “Hay uno de los dos que no descansa, que no duerme, / porque también / está buscando al otro que en ti tiembla”.

La antítesis niñez-vejez conjuga dos aspectos de una misma realidad: la de la persona que, siendo adulta, busca su origen, su fuente originaria de vida: “Antes de llegar al mundo / te pusiste a pensar y envejeciste”. En la vejez el ser humano tiende a su origen, como las ramas de un árbol vetusto que buscan la tierra, hasta que al fin caen, vencidas, a ella. Para algunos ese viaje es doloroso, como es el caso de nuestro poeta: “Con tu mañana al hombro, / era ya inevitable / tu doloroso viaje de raíces”.

Nuestro mas culto huésped no es tiempo, nunca lo ha sido ni lo será: de ahí la profundidad de esta poesía. Apunta a algo que no es tangible, material. Ser eterno es reconocer la presencia oculta, metafísica del huésped del alma.

Hay una pugna consciente entre la realidad corpórea y realidad trascendente (metafísica). Sabemos lo que es el llanto, pero no dónde nace. Sabemos que nacemos, pero no porqué nacemos viejos, cargados de futuro: “Tú que naciste anciano, / y tú llenas de pronto de futuro”.

La realidad trascendente es transparente, como un cristal. Alcanzar esa transparencia requiere de un ejercicio infatigable de desprendimiento, renuncia y desasimiento material, de todo lo que es tiempo: “me fui quitando cáscaras, /y el espejo a ponerse ya más limpio. / Al fin quedé desnudo, / y fui al cristal para mirarme puro, / pero no pude verme”. “Quise vestirme pero fue imposible, / no podía vestir la transparencia”.

La materia es depositaria de una secreta fuerza inmaterial, eterna, divina. Algo que la configura, da ritmo y consistencia: “Fue primero la esencia, no lo manifestado”. // “Debe haber algo, / algo que se da el lujo de ser materia, / tiempo, movimiento”. Estas vibraciones suprasensoriales son las que concitan al poeta. Esto es lo que él canta: el temblor que existe en cada cosa que toca, que mira y se le revela. Todo lo que convoca el poeta queda sangrando eternidad, misterio; “He salido de la casa de Octavio: / sucia de eternidad me hallé su ropa…/ estas gotas que Octavio va sacando calientes/ del ojo de la estatua…/ sus manos cantan bajo la tempestad, / la feroz escultora: / la que pule y modela con viento el universo”.

Hay momento imantados de surrealismo: “Afuera, como perros con su hueso, / cien panteras lamían su esperanza esperándonos…// Una de las panteras entró para mirarme… su hermosura / era la del abismo iluminado.// Nos fuimos al espejo para ver nuestras caras, / y en el espejo vimos tres panteras / en vez de nuestros rostros”. En el abismo de un espejo el rostro transmuta misteriosamente. ¿Qué fue lo que vio el poeta? ¿Qué hermosura contemplaron sus sentidos interiores en el abismo iluminado? Sin duda algo que le arrebató la calma. Un universo que los sentidos comunes apenas si balbucen.

“Te busco como algo que hace tiempo molesta”. La nada es ese misterio esencial que nos posee el tiempo, la carne: “yo te cuento los años en mi carne; / tu profunda estatura va en mi metro de huesos”. De todo el cuerpo el cráneo, “piedra mayor del esqueleto”, esconde en sus profundidades la intangible presencia del huésped más secreto de todos: la nada, la nada habitada. Nada honda como una caverna de la cual sale “tu primer huésped / que sale como ayer de tu guarida / armado de cariño y luz felina”.

Estamos en el mundo, pero tendemos hacia alguien o algo. Parece que, contrariamente a Heidegger, no somos seres para la muerte, sino para permanecer junto a alguien o algo que ha tenido en zozobra e infieri nuestro ser en el mundo: “¿Hacia qué levantados designios nos lleva el viento?”. La pregunta ¿adónde nos lleva el viento con “ritmos eternos”? Es fundamental en la obra cabraliana.

La temporalidad se riñe con lo eterno, pero al mismo tiempo se compenetran. Hay atracción y repulsión de la realidad palpable y de la realidad intangible: “Siempre apedreamos al tiempo. Con las piedras, profunda de la esfinge”.

El poeta tiene la virtud de “pensar en aquello” que aún no es un problema para nosotros. Esto es, su Yo Profundo, en sintonía con lo real trascendente, jadea en el abismo metafísico, donde “existe sólo aquello que nunca hemos visto”.

Todos los huéspedes del poemario que ocupa en estos momentos nuestra atención, no son sino un solo huésped que, secretamente, se revela de muchas maneras. Los espíritus intuitivos, como el de Manuel del Cabral, lo olfatea en “el aire que hace que a veces no muera un caballo, / el aire, el que respira a veces por un ojo el astrónomo”.

Lo más sorprendente es que el poeta identifica a tal huésped como alguien que está en sus profundidades. Digámoslo como San Agustín, alguien que está más íntimo a él que su misma intimidad: “Alguien toma la noche como pañuelo oscuro / para secar la nada que concentra / profundidades de humedades mías”.

La nada interpeló a Sartre a Heidegger y a otros pensadores. Pero en la concepción poética de Manuel del Cabral la nada es una “amante transitoria”, una “concubina del tiempo”. La nada no es el lugar donde no existe cosa alguna, la nada poética cabraliana es esa inquietud profunda del ser donde “he juntado los silencios”. Es ese no se qué que molesta las fibras del alma y que acosa a uno tenazmente.
Nota: Cf. Mythos, Revista Literaria Trimestral. Año VII. Abril 2007, Nº 33, págs. 12-15.

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