viernes, 28 de marzo de 2008

“VISIÓN DE ESPAÑA” DE JOAQUÍN SOROLLA

La exposición “Visión de España”, del célebre pintor español Joaquín Sorolla, es extraordinaria. Mientras hacía fila en la parte exterior del Centro de Cultura Bancaja de Valencia, España, leí en una pizarra electrónica: “Usted es el visitante número 394.894”. La colección de la Hispanic Society of America, consta de catorce obras maestras de dimensiones que, a mí, espectador ocasional, me parecieron a las que expone el museo del Louvre, París, de la época del Renacimiento. Quiero decir que son verdaderamente grandes, imponentes. Huelga dar medidas, puesto que eso no es lo estrictamente importante en una obra de arte. Es más, me obligo a mencionar una: “Castilla. La fiesta del pan” mide 351,5 x 1393,5 cm. Es verdaderamente imponente contemplar semejante óleo sobre lienzo.

En mi opinión, lo fundamental está en el estilo, en el sello y en la belleza que el pintor imprime al lienzo y no tanto en las proporciones, está claro. El maestro Sorolla captura momentos del tiempo y del espacio de la España, no de toda su geografía por cierto, de segunda década del siglo veinte. Pese a no estar toda España en la obra del artista, sí queda en evidencia el ser del país de aquellos años. Las regiones inmortalizadas por el artista son Andalucía, Galicia, Cataluña, Castilla, Valencia, Extremadura, Guipúzcoa, Navarra y Elche.

Al contemplar, no como turista, sino como particular que se propuso expresamente deleitarse con la obra pictórica de Sorolla, he quedado como niño boquiabierto. Cuando uno va al cine y la película le ha resultado interesante, queda en la memoria sensible una sensación de realidad virtual agradable. Pues bien, al ver la obra de Sorolla queda en mi interior una sensación de haber estado en un mundo fantástico, luminoso, festivo, folklórico; un mundo de gentes, fiestas populares, devociones, costumbres y diversión. Es todo eso, precisamente, lo que me lleva a escribir el impacto que me produjo la obra de este artista del óleo.

El cuadro que más me impactó, el que marcó profundamente mi espíritu fue “Ayamonte. La pesca de atún”. Nada acontece por casualidad en esta obra en la que se combina el sosiego, la plasticidad, la fuerza, la luz y los contrastes de los colores, los necesarios y los del instante. Hay una armonía perfecta de los colores y la luz, entre los pescadores, los marineros, los peces y las barcas pesqueras colindantes. El mar bruñido de plata por la luz indirecta del sol ondea manso, como si también él hubiera terminado de faenar con los pescadores que culminan la jornada con una impresionante pesca. Tres marineros, en el ángulo derecho del cuadro, con su clásico uniforme de blanco y su boina clásica, descansan en el muelle o puerto, de pie, relajados, recibiendo de seguro el aire de la bahía, mientras conversan sin que el tiempo parezca interesarles. También ellos, como el mar, se muestran tranquilos tal como delata las posturas de sus cuerpos.

Esta escena contrasta con cuatro pescadores que, con movimiento y fuerza, arrastran los atunes para colocarlos a la vista de todos, especialmente a la vista de los espectadores del tramo izquierdo del cuadro y los espectadores que yacen fuera del mismo, o sea, nosotros, de los que el pintor sabe que se paran para mirar la robustez de los atunes. Los cuerpos de los pescadores, tensos por la fuerza que hacen, firmes los brazos, tiran de un atún inmenso, rollizo y de panza prominente y blancuzca, como todos los demás atunes ordenados de tal manera que jamás pasarían desapercibidos. Estos pescadores denotan que han estado largo rato en la brega, trajinando con los atunes.

La belleza de “La pesca de atún”, bajo mi punto de vista, reside en el magnetismo que produce el lote de pescado sobre el piso del desembarcadero. Los peces lucen frescos, mojados, recién sacados del mar. El artista no entra en los microdetalles, mejor dicho, en la definición de lo pequeño, sino en los detalles que engendran encanto y belleza, a saber: en saber orientar la luz del sol, no sólo al mar, sino sobre todo al cuerpo inerte de los atunes, logrando así darles más brillo, naturalidad, realismo y, por ende, más belleza. La luz marinera contrasta con la panza argentina atunes. Finalmente, si tuviera que emitir un juicio lacónico de “La pesca de atún” diría: Sorolla sustrae la sustancia del mar, el sentido de la colaboración y el trabajo en equipo de los hombres del mar, poniendo de relieve la experiencia natural y rutinaria de la forma de vida costeña de Ayamonte: la pesca.

Otro de los cuadros que me dejó un buen sabor de boca fue “Andalucía. El encierro”. Esta es una obra que difícilmente olvide en mientras vida tenga. Es un cuadro terriblemente bello, vigoroso y con gran personalidad. Refleja con exactitud una escena en la que unos vaqueros, cinco, montados en caballos de brega, con sendas varas largas en su haber, arrean en el campo a una recua de toros, justo en el paso de una vía de tren. Llama la atención el vaquero que está en primer plano, exactamente en el centro de la escena pictórica, aunque su caballo está en movimiento, él sostiene su vara sobre su hombro, al desgaire, sin ademán alguno, con la mirada fija a un punto, que no son los toros, como posando para el artista. Este jinete viste sombrero andaluz y camisa blanca y su elegancia contrasta con su esbelta juventud. Los ganaderos de la época quedan muy bien reflejados en este y en los demás jinetes distribuidos por el pintor a derecha –parte atrás- centro, e izquierda.

El campo sobriamente verde con flores veraniegas, los matojos de tunas y la franja grisácea del horizonte preparan el segundo plano de toros y vaqueros. El tropel de toros, que vienen sofocados por el trote y el arreo de los jinetes, levantando polvo entre sus patas es el mejor logro, a mi entender, de este cuadro. Y esto se consigue por la astucia con que el artista dibuja los contornos de los elementos –los toros-, capta la luz y la esparce en el lienzo. La luz realza las formas de los toros, especialmente los del primer plano, a la izquierda, donde con mucha fuerza se personifica el ser mismo del animal en cuestión. La luz oculta entre sombras y revela entre blancos. En “El encierro” todo es movimiento, ritmo de pasos, fuerza y bravura.

“Visión de España” es un banquete de luz y colorido para los sentidos. Placer ante lo maravilloso, goce ante la obra de arte. Cada región de España llevada al lienzo permanece intacta, incorrupta, cargada de realismo y frescura, detenida en el tiempo. Cabe decir que Sorolla está detrás de color, no se le mira, se le percibe derramado en la luminosidad, en los detalles, en los matices y claves de la obra. Podemos decir, con Martín Heidegger, que “la obra debe ser abandonada a su puro reposar en sí misma”. Y es eso, en verdad, lo que pasa con la plástica de este artista, la belleza de sus cuadros es tal que el arte se sostiene en sí mismo. Las obras de Sorolla reposan en sí mismas como monumentos consagrados a la vista, a los espíritus sensibles que admiran con inocencia el lado bello de la vida y de la realidad que nos concierne en cualquier momento la historia humana. (Marzo 2008)

Como complemento a lo arriba escrito, quiero indicar que el 24 de enero, 2008, visité en Madrid , calle General Martínez Campos, 37, el Museo Sorolla, o sea, la casa del pintor convertida hoy en museo. Es claro que las obras más importantes del célebre pintor no están la casa-museo. Sin embargo, hay cuadros que sin duda dan al lugar el debido realce, así como objetos domésticos relacionados con la vida de Sorolla.

A mí me produjo una especial atracción el cuadro "La bata rosa" (1916), pintado en el El Cabañal, Valencia. Una mujer, joven viste la bata rosa, de tirantes en los hombros, dejando la piel de cuello y brazo derecho al desnudo. Leve brisa pega al cuerpo la tela fina, marcando las formas de cadera y muslo, en claro contraste sensual de las formas. No podía faltar la luz, acento que Sorolla remarca con el blando del vestido de una dama que abrocha el tirante izquierdo de la moza de "la bata rosa" -que la mira el trajín de su auxiliar- y con la cortina de la ventana, hinchada suavemente por la brisa. El sol se filtra por las brechas de los setos de cañas que semajan el bambú fino, y baña con su luz el cuerpo prominente de la joven que parece disfrutar del día y de la frescura del aire, cuyo deleite crece con la suavidad de su vestido.

El cuadro "Paseo a orillas del mar", (1909) es soberanamente delicado. Una joven viste un vestido enteramente blanco, fino. Al fondo el mar azul, que acentúa la eburneidad. El aire de la playa circula con delicadeza y alza al vuelo lo más fino del sedoso vestido, dándole a la mujer, que sostiene una pamela en su mano derecha, un talante de nobleza suprema.

En fin, "La instantánaez", Biarritz (1906), "La siesta" o la expresiva "Trata de blancas" son obras que también dicen al espectador.

lunes, 10 de marzo de 2008

Eduardo Arroyo, pintor.

El 8 de marzo de 2008 fui a la exposición de Eduardo Arroyo en el centro cultural Ivam, Valencia, España. Aunque había siete exposiciones diferentes preferí quedarme con el área de pintura de Arroyo. La exposición recoge las obras más sobresalientes del artista desde 1999 hasta el 2006.

El artista aborda diferentes temas desde perspectivas también diferentes, a saber: personajes místicos y del mundo, la urbe, lo moderno, lo sombrío y la escultura, basada en la naturaleza muerta. La realidad es llevada al lienzo, al óleo, no tal cual la capta la vista, sino la imaginación. En este sentido podríamos decir que fragmentada o, dicho de otro modo, para ser completada por el espectador. Es una pintura alusiva, insinuante, jamás fotográfica. Prácticamente todos sus cuadros dicen más por lo se lee en sus trazos que lo que en sí exhiben los colores. Así, por ejemplo, hay figuras humanas, de animales, de insectos y de objetos inanimados que coadyuvan a armonizar el conjunto de la obra dándole con ello mayor belleza. Un ejemplo de esto lo es la obra “piano-místico”, la cual presenta un piano negro armonizado bellamente con pocos colores: el teclado blanco, blancas alas de moscas, puntos blancos en las patas del piano y luz clara en la faz del místico, cuyo rostro se desdobla en improntas de asombro, éxtasis, turbación y gozo, según el ángulo que uno lo contemple.

Arroyo dedica varias obras a personalidades como Van Gogh, Richard Lidnen, Dorian Gray y Elisabeth Vidal. De todas estas obras me llamó la atención la obra “los últimos días Van Gogh”. Arroyo lo pinta de tal manera que te transmite, en verdad, los sentimientos del impresionista, a saber: nostalgia, tristeza, soledad y una terrible sensación de que se lleva en las espaldas toda su vida, con la irremediable certeza de que se va para jamás volver.

Decía que Arroyo aborda el tema místico y lo hace con una maestría que no deja de atraer al espectador. El artista de la plástica, justamente en los tiempos en que la increencia, el secularismo exacerbado parecen haber alcanzado su máxima expresión, nos remite a la tradición mística del arte, porque sin duda él sabe que también ese lado del alma humana no puede ser soslayado. Pues bien, Arroyo lleva al lienzo dos obras dedicadas a San Jerónimo. La primera la hallo más simbólica: varios cráneos con distintos aspectos y tonalidades y la cabeza, bellísima, de un león sufriente. La lectura que hago de esta obra es la siguiente: lo sagrado y espiritual está reflejado en la frente iluminada del santo y en la biblia. El león sufriente viene a ser una alegoría del Cristo crucificado. Los cráneos el dolor y la muerte. En definitiva, el dolor, el sufrimiento y la muerte, quedan salvados, iluminados por la Palabra divina y la sabiduría de Dios que alumbra la mente humana. El camino de la sabiduría de Dios es doloroso y comporta sacrificios y a veces la muerte.

En el segundo óleo dedicado a San Jerónimo nos encontramos con un hombre agraciado por una luz, no la luz de la iluminación de la razón, que también, sino del alma. El cuadro es sereno, pero a la vez representa la lucha entre la luz y las tinieblas, la muerte y la vida. La Sagrada Escritura es fuente de luz. En la misma temática están las obras dedicadas a San Sebastián y a San Eustaquio. Ésta última es más alegórica, aquélla es, sin duda más atractiva, para mi gusto, por la forma en que el artista da su peculiar versión de la muerte del santo. San Sebastián, flechado cuatro veces, tiene un rostro de resignación indolora, de angustia pacificada; brevemente sonriente, algo complacido, y eso sí, el cuerpo entero irradiando la impronta divina, no asoma ni un guiño de aflicción en su cara de ángel martirizado. El arquero, en cambio, mientras tensa el arco para dar el flechazo de gracia, muestra una sonrisa de burla, propia del malvado que ejecuta con placer y cinismo su acción.

Obras como “Toujours plus vite”, “España al revés”, “el caballero, la muerte y el diablo” y “apocalipsi” nos dan una amplia impresión de la visión que tiene Arroyo de la vida, el mundo, de la sociedad, del presente y del futuro. Todas sus obras traen a la tela un fragmento elocuente de la realidad, la que nos desborda por la vista y que no siempre vemos, y la que el artista concibe en su mente y lleva al lienzo con trazos que deleitan, desconciertan y cautivan. “Cuadro fracturado” es, tal vez, el que define a este creador, al menos en esta exposición, quien mira a través del prisma de sus ojos, como un fotógrafo, cuyo objetivo es captar la luz, la imagen y el lado inédito de la realidad. En este cuadro Arroyo deja entrever que la belleza se revela en todas las cosas de forma fragmentada, pero que si vemos con agudeza, como por el objetivo de una cámara, podremos descubrir mucho más de lo que normalmente vemos.

Finalmente, en la parte de escultura Arroyo nos descubre el lado genial e ingenioso de su sensibilidad artística. La naturaleza muerta es fuente de inspiración y de creación. El artista, interesado por hallar en la misma naturaleza, no sólo criaturas inertes, sino obras forjadas por el tiempo, reúne una serie de piedras con formas de testuz de animales. Como la naturaleza muerta no tiene toda la vida que se espera, Arroyo ha dispuesto recrearla para insuflarle un aliento de vida y, por ende de belleza. Para conseguirlo ha tenido que trabajar con hierro, plomo, madera y aluminio. Lo que para muchos habrían sido simples moles de un despeñadero, para Arroyo y para quienes aprecian las bellas artes, aquellas lápidas son la cabeza de un toro con los cuernos curvos y retorcidos, de un rinoceronte o de un jabalí. Naturaleza muerte, cierto, pero con vida, con arte.

En general, el arte de Eduardo Arroyo me gusta por sus tonos fuertes y vigorosos, porque de la oscuridad del lienzo inventa la luz, y finalmente, porque rehace la realidad, la reconstruye para darle una nueva existencia.

Localización tierra natal, República Dominicana