martes, 16 de septiembre de 2008

GIOVANNI QUESSEP: "Madrigales de vida y muerte" (1978)

Madrigales de vida y muerte” (1978). Este poemario me trae a la mente la ineludible intertextualidad de la Rubén Darío: “Canto de vida y esperanza”. No es nada extraño que, para un autor culto y conocedor de la poesía hispanoamericana y universal, tenga la influencia de los grandes maestros de la lírica. Más aún de la lírica del más grande exponente del Modernismo, Rubén Darío.

De suyo los madrigales, tal como los concibe el bardo, son cantos, cantos rimados con maestría y cadencia al mejor estilo castellano. Hallamos en este poemario a un artista consumado y, podría decir, invariable, salvo en la temática, como veremos. “Madrigales de vida y muerte”, me adelanto tal vez un poco, contiene una lírica extraordinaria, sencilla, ágil. Me recuerda, por instantes, la espontaneidad de la lírica de Antonio Machado o Lorca, por citar solamente un par de ejemplos, y, por supuesto, Darío, como hemos apuntado arriba.

El poemario inicia con una sorprendente revelación emocional: «Estoy cansado de llamar / a la muerta de los que amo». Este es el punto de partida de “Madrigales de vida y muerte”. ¿A quiénes invoca el poeta: a los seres queridos de su “fábula”, a sus duendes y quimeras de sus sueños o a los de su raza y condición? Sean cuales sean esos seres amados, el poeta se siente abandonado de todos ellos, su soledad es la muerte. Su desdicha es tal que exclama: «Quiero vivir o morir, lo mismo / me debe ser la muerte que la vida». Por eso canta para revivir en la esperanza, en la desdicha: «¿Quisieras tú decirme la canción / de la esperanza o la desdicha?».

Nuestro autor siente un compromiso vital con la lira orfeica, es decir, con la palabra poética. Por eso no hay noche, muerte, que le impidan buscar aquel motivo por el que seguir cantando: «¿Quién ha perdido el sueño / y lo busca en la música o la sombra […] Ay de mí que te escucho en la penumbra, / me pierde la canción que me desvela». Es posible que Quessep al escribir estos versos se acordara del ruiseñor de Keats, cuya resonancia aparece en aquellos versos de “Duración y Leyenda”: «Que nunca será polvo / quien vio su vuelo / o escuchó su canto».

La muerte de la que habla el poeta es la del Fénix. Morir, sí, mas en el canto, en el poema, para, desde ahí, resurgir en la sonoridad, en la lírica. Morir es abrir los sentidos la vida, a la música del poema. Morir es callar para oír las cenizas, el polvo de la muerte en la viva palabra: «Callar es bello, entonces, / oír el polvo amado […] Dime, ¿qué azul me guardará en tu cuerpo / perdido, dime, hay otra forma / de no morir sino es el canto / que se desvela a solas?» El poeta muere cantando y es, justamente, esta muerte la que le da vida. La muerte ha de venir a cerrar nuestro ojos, qué duda cabe, y con ello el reino de las fábulas. Mientras tanto, «callar es bello en la desdicha».

El poeta auténtico, como pasaba con los profetas verdaderos de la Sagradas Escrituras, habla de lo que oye a otro, de lo que le dicta una voz profunda y misteriosa. De esto da cuenta Martín Heidegger en su ensayo “Hörderlin y la esencia de la poesía”. Para los profetas bíblicos Dios es el que habla, para los poetas, las Musas los dioses. El Jardín es para nuestro artista un símbolo trascendente desde el cual escucha la voz, la música de la lira de Orfeo. Angustiado porque no oye esa voz que le inspira, escribe: «Ya no puedo escuchar en el jardín profundo / donde solías empezar un sueño / de naves blancas por el mar oscuro». Este estado interior del poeta es una señal de muerte, por esta razón su canto es un canto enlutado: «Nada hay que responda / del ayer de tus pasos, / ni la viola de mi alma por los patios de piedra, / ni la pasión del enlutado canto».

El poeta se siente expulsado del reino de las hadas, lejos del paraíso, a oscuras, pero conserva la esperanza. El sueño o la leyenda contienen algo que perdura y trasciende la fábula. Y eso que perdura es eterno. Lo oye el poeta con claridad meridiana: «No sé de dónde viene / la canción que en la niebla / me da lo permanente y fugitivo / del sueño o la leyenda». Ni la muerte ni el olvido arredran al aeda que, impasible, avanza a la otra orilla: «pero mi alma ya sabe / de la orilla esperada».

Como el poeta no ha podido lograr atrapar del todo la fábula, la verdad poética que él ha descubierto como filón del arte, siente que la vida se le ha ido de las manos. ¿Quién, en verdad, alcanza la perfección del arte? ¿Quién es, siempre y en todo momento, un vocero fiel de la belleza, de a lira, de la poesía? No es extraño que nuestro artista sienta que, por no haber fabulado enteramente, algo se le haya ido de las manos. Se siente triste, de luto, cansado. No ha conseguido hilar el tapiz de su arte, es decir, comunicar todas sus vivencias poéticas, sus metáforas más queridas: «La vida se ha ido / por la desdicha, acaso / sin encontrar ya nunca / las fábulas que he amado […] ya es un telar cansado y polvoriento, / quizá mi muerte sean / los tapices que hallara por tu cielo».

No hay descanso para el corazón del artista. Se desvela por el canto porque sabe que el infierno o el paraíso, el castillo de sus sueños, la música de las alas de las hadas, son «la rueca invisible» con la que hila el tapiz de su poesía: «Si de la muerte fueras / infierno o paraíso […] no tendría mi corazón ese rumor del desvelado / que nos hace encontrar lo que perdimos / ya vuelto maravilla por el canto».

Violeta, la amada, la musa que le inspira, salva de la muerte al aeda; ella le devuelve el aliento, la razón última de la vida. Con resonancia clásica: «Adónde descendiste, / a qué región oscura, / para salvarme de la muerte / Violeta, por la luna». Así que, pese a no sentir la dicha plena de la creación artística, el poeta sabe que su misión es seguir fabulando.

Algo se le ha perdido por el camino al poeta. Siente no haber podido cantar toda la música del jardín, del bosque encantado de su sueño de donde surte la magia, la melodía, la dicha. Su única obsesión ha sido buscar el acceso al lugar de las hadas, lugar de los sueños. El poeta necesita el aliento de una “instancia superior” que le inyecte fuerzas como flor ilesa que vive en los pantanos, en la muerte. El que antes era convocado, el poeta, ahora invoca: «Yo anduve tras el sueño / enajenado de mi alma […] ¿Dónde estuviste que tu cuerpo / sabe de otra canción y vuelves / cubierta de polvo / de una pena mortal? […] De ti todo lo alejas / como las flores que en la muerte viven […] Vago solo por tu país / lejano de mí mismo y para siempre / llamándome en tu sueño / por los caminos de la muerte […] Si me nombraras desde ti, / si me nombraras, ay, si me nombraras, / mi corazón pudiera entonces / ver tu sombra cantada».

Madrigales de vida y muerte” viene a reconfirmar la “poética de la fábula” de Quessep. Las vibraciones divinas, las vivencias del alma son, para nuestro autor, dignas de ser pergeñadas por los poetas. Se lamenta porque falta quien teja con autenticidad los momentos en que la belleza sale al paso de la sensibilidad del alma. Los poetas tienen la misión de cantar el caer de la nieve, la música blanca de la luna, el rumor de quien pasa por el jardín: «Sólo, a veces, presiento / que a los cielos del alma / ya no los teje nadie y son apenas / el polvo de las fábulas». «Ay del cielo en mi alma / si el soñador no quiso / fabular en tus ojos / el paraíso […] Ah del jardín profundo / en todo lo perdido».

El paraíso poético de nuestro bardo es «ya fugitiva música del polvo». No puedes perdurar largo tiempo soñando. Terminado el hechizo, el encantamiento, vuelves a ser un simple mortal. La experiencia poética es, hasta cierto punto, extática y, por lo mismo, breve. Por eso, cuando ya ha pasado su encanto, nos deja ese sabor agridulce del que no quisiéramos saber nunca. Dentro del mismo acto creador, justo en que el alma conecta con la belleza sublime, el poeta descubre que esa gozosa experiencia es fugitiva: «Felicidad en ruinas / lo que ha visto mi alma en el encanto». Esto es, en la vida, la muerte.

Claro, si los sueños te traen la alegría, la felicidad, ¿qué mérito tiene soñar, fabular, si luego queda todo en ruinas? Eres feliz cuando sueñas, como Alicia ante el espejo, ¡pero qué infeliz eres cuándo te das cuenta de que todo era un sueño! Entonces surte la pregunta, ¿Merece la pena ser feliz, aunque sea sólo en la fábula?, ¿vale la pena el hechizo para caer en la desdicha del alma?: «Desdicha de los sueños / pasados, y mis voces / perdidas, que nombraban / las piedras o las flores […] Tornaban en la sombra / las voces encantadas: / Desdicha de ese polvo / que cae sobre el alma».

Parece que el poeta sí está dispuesto al hechizo. Sin la muerte, ¿cómo podríamos valorar la vida? El hechizo es más intenso si sientes que la muerte, el polvo, la noche, atenazan tu vida. En el fondo, la experiencia del acto poético es morir en el poema. La belleza le es dada el poeta en sueño, en la visión, para que desee volver a probar de sus mieles: «Volvería a sentir / el embeleso de la muerte».

Amar en sueños es amar poéticamente el mundo. Amar en sueños es vivir en la inocencia, en la bondad de la belleza. Soñar es un acto de felicidad, pero paradójicamente, es una desdicha. Feliz desdicha, pues, «flor de la muerte», el sueño: «¿No es ésta la desdicha / hacer del alma un sueño[…]?

En el poema “Madrigal del encantado” nuestro autor confirma certeramente nuestro comentario, acerca de su “poética de la fábula”. El poeta invierte la clásica noción de Calderón de la Barca de “la vida es sueño” y nos deja claro que es a la inversa: el sueño es la vida. ¡Genial!: «Yo soy el encantado / del sueño o del destino, / el que retorna de la muerte / con una rama de ciprés florido […] Torné a soñar, y el sueño sea la vida, / y la muerte una fábula del canto».

El poeta encantado ve el mundo, la vida, y las cosas todas desde este estado alterado de la conciencia. Violeta, su Beatriz en el séptimo cielo, su musa, inspira al poeta para que cante: «¿Me contarás en qué país nocturno / cantas para que el cielo se desvele, / o abra sus puertas al dolor del hada / que hila en tu corazón para la muerte?».

El madrigal “El que no ha de contar su fábula” es extraordinario. En él se vuelca enteramente el poeta, quien canta, aunque el tiempo lo devore. Inventa la magia de la palabra, la música de todo lo que parece ruina, de aquello que se ha perdido. De su sueño lo que perdura es al alma; de la muerte, de la fábula, la vida: «¿Por qué esta reina dolorosa / que en la noche de mi alma canta: / Deja los huertos de la vida, / bella es la muerte, cuéntame tu fábula? […] No sé de dónde es esta voz / que me ofrece el olvido de su música […] ¿Pero qué podría decirte desde las ruinas? ¿Qué podría decir / quien todo lo ha perdido? / ¿Cómo hablarte de mi desdicha? […] Mi vida es esto y nada más, / érase una vez, érase mi alma […] el que no ha de contar su fábula / sino a las hadas de su muerte».

El reino de la poesía es el de las hadas. El poeta se dispone a retornar a la cotidianeidad y salir del hechizo: «y guarda las cenizas / de la palabra o del encantamiento […] Vuelve más bien a la doliente isla / donde tu corazón es viento y polvo, / vuelve a tu nave púrpura / que eres de sueño y mar, amargo y solo».

Finalmente, “Madrigales de vida y muerte” es una obra madura, sincera. Queda depurada la poética de Quessep: la “poética de la fábula”, que consiste en situarse en el mito, en la leyenda, para desde ahí construir con palabra y tejer el poema, la obra de arte. Este ejercicio es, a veces, frustrante, doloroso, pero también te reporta momentos felices. Poetizar es fabular, es soñar un reino posible, diferente al que tantas desdichas nos trae. Esto es, a mi juicio, lo que hace Quessep, no sólo en estos madrigales, sino en todas sus obras poéticas.

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