Otoniel Natarén, (Honduras, 1975) puede iluminar una noche oscura con la ignición de su palabra.
Él tiene, entre los jóvenes poetas hondureños, una dote extraordinaria para versificar con sentido del oficio, como le he visto hacer a Giovanni Rodríguez o a Jorge Martínez en su obra Papiro.
Oto goza desde los primeros poemas que leyó públicamente, de una exquisita sensibilidad para la palabra poética. «Estos versos de lira luminosa / la alzarán inmortal desde la fosa» (Petite amie)
El auténtico poeta transmuta sus emociones, sus pasiones, sus goces y sus dolores en una sustancia diferente. Oto se sitúa en la égida de los que saben transformar lo humano en arte, en belleza subyugante. «Y moribunda y puñal sanguíneo, desde una ubre de luna, / clamara como una nube, despeñándose» (Los destellos de la fe transida).
El goce de los sentidos, algo muy humano y universal, deja la huella en el recuerdo, de la tristeza de la felicidad que pudo haber sido y se fugó ahondando aún más el anhelo de poseerla. «La visión te nombra / la visión te la dio el anhelo en un aullido» (La visita breve).
Otoniel Natarén continúa la tradición poética hondureña al más acendrado estilo de un Adán Castelar maduro de “También el mar”, “Tiempo ganado al mundo” o “Cauces y la última estación”. En mi opinión, esta comparación no es pretenciosa ni forzada. Por una razón sencilla: Oto, como Castelar, no nombra las cosas, las reinventa poéticamente.
Y ésa es la novedad, y acaso la grandeza, que introduce el poeta progreseño, Natarén. «Entre el ruido de la niebla de las riberas, nuestro río propio, / donde nos descalzábamos» (Mito de la matrona). «Sirviéndose el café blando en la leche negra» (Mentira sobre los galeotes). «En sus piernas nacía el mundo» (Los zapatos de la bailarina).
La piel de la ternera es un manifiesto a la felicidad, a la manera de Dafne y Cloe, sólo que aquí el amor que nos descubre la belleza de la amada es urbano. «Yo la hice más hermosa con mis manos» (El gran mórbido). «Yo le tuve pasión, / yo le tuve estima, en un beso, en carne, / en semejanza» (Inquietudes).
El río Ulúa, acaso, esté entre los registros poéticos de nuestro poeta. No el río en sí mismo, sino como ya hemos dicho arriba, transustanciado en la palabra. «De algún lado se desprende todo lo limpio de tu derramamiento […] es tu recorrido quien lleva el agua tan antigua […] por algún lado sabe este río, una verdad de río» (Las márgenes del río).
La piel de la ternera es, sin duda una obra en la que el poeta alcanza cuotas de la verdadera poesía, es decir, de la palabra trabajada con genio, con talento. «Pero hablan las ruinas sobre mí, / desde las piedras; / todas las hijas multiplicadas: sus sombras heridas, / con las luces, heridas, cinturas heridas» (Sara).
La obra La piel de la ternera me trae a la mente el ensayo “Llama doble” de Octavio Paz. Pienso que para entender bien este poemario de Oto, como Papiro de Jorge Martínez, hay que tener como base la obra de Paz. Insisto, piel y ternura encierran el erotismo, la pasión, el goce y la felicidad de los amantes. «Los llamados de la piel, / de aquel encierro, / de aquella mujer; / el mismo deseo» (La piel de la ternera).
En la piel, en el encuentro de los cuerpos, una verdad más profunda y bella, aunque se confunda con los deleites de la carne, se percibe en las palabras de Natarén. «Y aunque arrojados del seno, / alguna verdad se nos presentó amable».
La creación poética de Oto comunica una ternura refinada, es decir, un erotismo límpido. “La piel de la ternera”, es un canto al amor, a la piel, a la ternura. No al amor platónico, sino al amor vivido, sentido al borde del deseo, más allá de toda tristeza posible. «La lengua / la suavizada carne de los besos» (Los destellos de la fe transida). «Yo fui para besar tus ojos silenciosos» (Ahora aquel retrato). «Como si probaran de ti el color salado» «Por algún resquicio, la sigilosa Eva, sonríe: / para ninguno fue creado el descontento» (Donde se sientan las varonas).
La piel de la ternera, evoca el universo limitado de los sentidos, la vida envuelta en la piel y sus goces más inmediatos como si dijéramos –invirtiendo las palabras cartesianas-, ‘percibo, luego existo’. El poeta recorre el territorio de la piel con ternura. «Cuanto percibieron nuestro sentidos, existía» (Respuesta a las varonas).
Buscamos el amor en su estado puro, la felicidad total, plena. Si no acertamos en el camino para conseguirlo entonces padecemos, sufrimos el fracaso.
Tras arañar el elixir de la piel, del placer, sólo queda la soledad, la terrible inquietud que cantara Jorge Manrique: “cómo el placer / después de acordado, da dolor”. El goce, pues, de los amantes, tiene un límite que despierta una necesidad, me aventuro a decir que de una piel y ternura intangible, suprasensorial.
A este tenor, Dante Alighieri, cuyo canto en el Paraíso de la Divina Comedia, celebra la luminosidad de la amada, Beatriz, podría ser el más remoto telón de fondo del arte poética de Natarén, para quien, como estudioso de las letras, de seguro no le será ajena su lectura.
Beatriz deja de ser la amada terrena, para revestirse de una belleza divina, sublime, transmutada y eterna: «Y desde el tacto, la necesidad antigua, la luminosidad de otra existencia: un recuerdo desde otra existencia». (Fin del camino).
En fin, Otoniel Natarén puede llamarse y sentirse de verdad elegido de las musas, pues tiene el don de bello decir. El arte acabado y puro nadie lo posee nunca del todo, pero no cabe duda de que La piel de la ternera es una obra que revela a un artesano de la palabra, consciente del oficio. Honduras y, en ella, América Latina, tiene asegurada la palabra en este brillante poeta catracho.
Nadie que tenga sentido del arte de la versificación y del lenguaje como canal de comunicación podrá decir que Natarén es uno más del montón.
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