TRÁNSITO DE VENUS
Jean
Suriel
Por Fausto A.
LEONARDO HENRÍQUEZ
Desde muy
joven Jean Suriel ha sido influenciado por autores universales como Gustavo
Adolfo Bécquer, Pablo Neruda, Rafael Alberti, Rubén Darío, Antonio Machado y,
naturalmente, por autores dominicanos como Pedro Mir, Fabio Fiallo, así como
Tulio Cordero, Frank Rosario, José Mármol, entre muchos otros. Es simpatizante
del Movimiento Interiorista, cuya estética ya se puede percibir, aunque de
forma incipiente, en este poemario.
Tres
vertientes caracterizan la obra Tránsito
de Venus, a saber: la sensual, la espiritual y la mítica. Hay una cuarta
vertiente, menos clara para el lector, tal vez por las trasposiciones de
emociones poéticas, que viene a ser una variante de la tercera, que también se
incluye como último inciso con el subtítulo genérico de “variaciones”.
1. Eros poético. En una primera lectura
de este poemario se percibe un sentimiento vital que emerge de los más variados
estados del alma del artista. La atmósfera en que suele darse ese sentimiento
tiene que ver mucho con la soledad, el silencio y la vigilia. “Cuando la noche destila su silencio […]
renace la hoguera / de un sentimiento”. (Preámbulo).
Pronto el
lector se da cuenta de que las intenciones del poeta se orientan, justamente,
hacia la creación de una realidad vital, pasional. Para un corazón que sabe
esperar, nunca es tarde para el amor que llega, que aparece y
deslumbra, despertando de nuevo las ilusiones y el deseo de vivir. “Eternamente tarde / se articuló tu
existencia, / pero a mi corazón / no has llegado tarde”. (Eternamente
tarde).
El artista
nace, es recreado en el agua clara de los ojos de la mujer en que él se mira
–esto se verá más claramente cuando se avanza en el presente texto-, y contempla,
ebrio de estrabismo. La mirada de ella, de la amada, y la de él, al
encontrarse, se funde en la ignición y se encuentran en la luz. “Nazco en tu mirada / la luz de tus ojos me
recrea”. (Tú, mirada).
En este
primer estadio del “Eros poético”, el bardo lleva al lector más adentro en sus
intenciones. Sin ambages, el creador manifiesta que el eros consume los cuerpos. Fuego que no se extingue en la carne, sed
que no se apaga en el deseo. Deseo que atiza el beso, la fantasía y el
erotismo. El eros se abre a un abismo
insaciable que arroja al amante a lo infinito. Nada, ni la más ardiente pasión
sacia al amante que se queda en la orilla del deseo, obligado a retener en la
memoria –ojo a este dato porque es clave- lo que los sentidos querrían fuera
eterno. “Infinito el viaje por tu piel /
por cada recodo […] se cuela por mi lengua / infinito el deseo que / contrae
mis labios […] infinita la mirada que / desdice los prejuicios”. (Infinita
tú). Aquí resuena Neruda: “Cuerpo de
mujer mía, persistiré en tu gracia. / Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino
indeciso!” (Veinte poemas de Amor…).
El amante,
ávido, busca la forma de retener a la amada. Amor fugaz, pero vivo. Se impone
aquí una pregunta, ¿cómo conservar algo que se diluye? ¿De qué forma retener a
quien ya se fue y ha dejado una estela en la memoria, una herida en el
sentimiento? Aquí está, muy probablemente, la clave poética de Tránsito de Venus. “Intento regresarte / reiterar / tu retorno de / ese no sé que destino
[…] recobrarte en la última imagen / que se mantiene con vida”. (Quédate,
el amor y la distancia).
La amada,
como astro solar, polariza el eje
gravitacional del amado. Ella, con su fuerza de atracción, subyuga al amado.
Traslación y rotación son dos movimientos que dependen de ella. Los límites,
los ritmos y la danza de las presencias, dependen de ella. (“Llama doble” de Octavio Paz podría
iluminar aún más lo que aquí se quiere decir). “Amo eso que haces con tus manos, con tu boca, / amo el ritmo que
contiene tu cintura, / la danza de tu cuerpo” (La danza).
Hay en la
poesía de Jean Suriel una fuerte dosis de platonismo. No se trata de una
banalización del amor, sino más bien, si cabe, la expresión del amor cortés,
elegante, formal. “Hago el amor con tu
recuerdo”. (Digo amor).
En Tránsito de Venus el poeta, sutilmente
sensual, expresa la universal pasión del género humano. Lo hace desde su
condición varonil, caballeresca. Esto quiere decir, con otras palabras, que la
amada, fuente de inspiración y de amor, queda enaltecida. “Mis besos / mis ternuras / se graban con la tinta / del deseo […] De
ti aprendí a amar / y a ti retorno para amar”. (Tú, mi aliento y mi
pincel).
Queda claro,
pues, que el amante profesa a su amada eterno amor. Este amor es fuerte, veraz.
Ese amor traspasa el tiempo, no se puede ocultar ni detener. La única cosa que
puede sofocarlo es, sencillamente, el ser correspondido. “Si mi querer tu vida destruyera / jamás te amaría cuanto quisiera. /
Si, al contrario, tu vida edificara, / eternamente mi vida te amara”.
(Poema de amor).
La razón
vital por la que vive el amado, su única alegría, lo que le llena de sentido,
es la presencia de la amada. El día tiene luz si está ella, si ella colma el
corazón del amado. “Ayer, vi el dulce
vuelo de las aves. / Pero, ¿sabes?, también te vi, / vi tu silueta escapar
entre sus alas”. (Ayer).
El amado se
dirige a su amada para decirle sus más secretas intenciones, sus más profundos
deseos. No le hablará al oído, sino al corazón que oye el lenguaje del amor,
como hizo Dios con su pueblo, según la revelación bíblica (Oseas 2, 16). “Te llevaré conmigo / a la soledad del
desierto / y nos hablaremos al corazón / los más hondos secretos”. (Te
hablaré al corazón).
La nostalgia
y los recuerdos invaden al amado. La amada ha dejado impresa en la memoria
–recuérdese este dato- en los sentimientos del amado, el hechizo de su
presencia. Si ella no está, todo se hace nostalgia. “Soy esclavo de los aires / que llegan hasta mí, húmedos, / que
rememoran tu aliento”. (Ausencia).
La vida sin ella,
sin la amada, pierde brillo, luz. La intuición de Heráclito sobre el paso de la
vida y la permanente angustia sobre el tiempo de Borges, emergen en Tránsito de Venus. La vida, que pasa,
tiene sentido si está la amada. “Pasas
por la vida, / pasas la vida, / vienes, vives, huyes, / y no vuelves por la
vida. […] el trayecto de la vida / se esfuma en tus vestidos níveos”. (Anclas).
El poeta,
sumido en la melancolía, se deja llevar, al desgaire, por las galerías que
desembocan en la muerte. Este sentimiento universal, que atrapó a los románticos,
invade a los poetas de todos los tiempos. “Estoy
tirado en un rincón de la alcoba […] oliendo el perfume de la rosa que muere, /
escuchando mi corazón que muere”. (En un rincón”). Este sentimiento, acaso
provocado por la fugaz dicha del placer, es el que aparece en la Rima XXI de Bécquer: “Nuestra pasión fue un trágico sainete”.
2. Una mujer vestida de luz. La mujer
pasa de una dimensión puramente corpórea y sensual, a un estadio espiritual.
Esto es perceptible en el encuentro de la mujer con el Logos-Cristo, y en el libro
del Apocalipsis donde la mujer aparece vestida de luz divina. La mujer vestida
de luz concebida por Suriel es digna de amor, digna de ser amada por lo que es,
por su ser, por su belleza y no por la sensorialidad. El eros, el deseo, ya no vale o, si se quiere, el eros –como se vio arriba- se ha transformado en visión mística y
mítica.
Magdalena,
símbolo del deseo, de la seducción, atrae con el fuego de su mirada. Ella, que
derrama el nardo sobre sus pies del Nazareno, ama y desea, pero ya no carnalmente,
sino con un afecto inocuo, puro, místico. “Atizona
el deseo revelador / en los labios flamígeros / del transformado Logos. […] Y
tú, Magdalena, / escondes detrás de tus ojos acuosos / el arcano de la espera.
[…] Aroma desparramada / en la albura / de tus manos castas”. (Magdalena).
Por segunda
vez Magdalena vuelve a estar a los pies de Jesús, pero esta vez bajo la cruz.
Allí el desconcierto invade su corazón. La belleza varonil del Nazareno ha
desaparecido. Ella llora, pero ¿qué llora en verdad? “Tu alma cuelga / el envés de la morada última / del Logos […] pareces
sucumbir / en las inmediaciones luctuosas / de un Calvario inexorable. […] ¿Qué
secretos brillan / en tus lágrimas agudas?”. (Magdalena).
El poeta, que
ha entrado en el ser de Magdalena, la ve esta vez llorar, no a los pies de
Jesús en la cruz, sino ante la tumba. ¿Le amaba ella? ¿De qué tenía ella sed? “¿Por qué lloras, Magdalena, / en la
sepultura del Nazareno? Como busca la sierva / corrientes de agua, / tú vienes,
Magdalena. […] Sólo dos veces / he visto tus ojos / fundidos en llanto […] No
queda más pesar / que abandonarse a la vida”. (Magdalena).
Jean Suriel
usa la herramienta de la palabra para recrear con su imaginación una realidad
arcana. Crea, en verdad, una nueva realidad. Un origen, una tragedia, un soplo
de vida, un destierro y un anhelo de volver al primer momento en que el amor
fue luz, esto es, a Dios. “Desde el
principio / ya existía tu luz, tu ardor, / pero llegó la noche / y separa
nuestras aguas” (Pseudos-génesis).
La
naturaleza, el cosmos, se encaminan hacia un final, pero no destruirá todas las
cosas. Las estaciones dejarán una brecha por donde se colará la vida, la dicha.
La mujer, - una sola mujer- ocupará un lugar preeminente cuando todo parezca
acabar. El poeta cifra la vida en una mujer; vida que germina en una tierra
nueva. “El otoño / no enmudecerá a los
árboles, / ni el invierno / apagará la hoguera […] Y estará una mujer, / una
sola mujer […] El sol / se irá consumiendo […] Entonces se poblará / y se
plantará la viña”. (Pseudos-génesis).
3. Creación mítica de la mujer ideal. Llegados
a este punto de lectura, se puede afirmar que la mujer que canta el poeta es
divina. El mito sirve al artista para ensanchar su visión de la mujer. El mito
–homérico y bíblico- permite al poeta crear una imagen incorruptible de la
mujer. Este es un paso muy importante en este poemario, pues lo que empezó
siendo una visión carnal, sensual y corpórea de la mujer, ahora pasa a ser una
visión platónica o ideal. En este nivel la visión de la mujer es apocalíptica,
o sea, entronizada en la esfera de la divinidad, como en la alegoría mítica de
Beatriz en la Divina Comedia de Dante
Alighieri.
La belleza de
la mujer amada ha alcanzado la divinidad. Mujer divina. Humana en la palabra,
pero divinizada como Beatriz en el corazón de Dante. Este ejercicio poético es
el que se descubre en Jean Suriel: “Era
hermosa, quizá lo sea para / la eternidad. […] Creía verla en cada mujer que
sonreía. En la rosa / ensangrentada e hiriente. En la luna. En la gaviota”. (Memoria
del Viento I).
Ulises Laertes
no cesaba de navegar, aún con vientos contrarios, hacia Ítaca, es decir, hacia
el lugar donde hallaría a su amada, Penélope. Ulises sufría la separación de la
mujer de su vida. Mil obstáculos le impidieron durante veinte años volver a
encontrarla. Análogamente, Suriel alza velas, herido y nostálgico, tras su
amada sin atracar en ningún puerto. “Continúo
buscando sin encontrarla. […] Desembarco en todos los puertos. Apasionadamente.
Aunque la / busco en mí mismo, sigue perdida en la distancia”. (Memoria del
Viento II).
Penélope es
el símbolo de la fidelidad, del amor puesto a prueba hasta el extremo. Ella es
la mujer cuyo amor es probado en la espera de Ulises que tarda en llegar. En
efecto, cuando se espera activamente, como hacía Penélope que tejía y destejía
tu telar, tiene sentido. Ella consintió la espera. Penélope es la conciencia
sobre la cual no pasa el tiempo, porque está por encima de lo transitorio. “Todo se detiene / a un paso de mi conciencia
/ y espero. / Más allá no hay quietud / aunque aquí / tampoco la serenidad / es
absoluta”. (Penélope).
El aeda ha
idealizado a su amada. No importa que ya no esté, porque ha dejado en su
memoria la impronta de su belleza, que permanece intacta, indeleble en su alma.
Quien conoce a fondo el sentimiento de Dante por Beatriz –como se ha dicho
arriba- comprenderá muy bien esta imagen de mujer contemplada por el artista. “Me parece haberte amado / siempre / en el
recuerdo / en lo remoto / en la utopía”. (Reflejos).
Si en los
primeros versos de este libro el poeta describía la geografía corporal de la
mujer amada, ahora la concibe en la idea, en la imaginación. ¿Es menos real
contemplar a una mujer en la idea? ¿No es de carne su figura divina? ¿No existe
Penélope en la mente de Ulises o Beatriz en la de Dante? La mujer que ha creado
poéticamente Suriel no es menos real y bella. Éste ha creado su propio mito, el
de Venus. “Mirando la rosa / bebí su
figura, / observando la mujer / robé su aroma / y luego ni la rosa ni la mujer
/ sino la figura y el aroma”. (Lo referido y lo referente).
Lo hemos
apuntado arriba, el poeta ha creado su propia Magdalena, su Penélope, su
Beatriz. Ha creado a Venus. Esto es, ha creado su mito. Es decir, el poeta
revela que la mujer que describe en estos versos pertenece a su mundo ideal e
imaginario. Él ha forjado su bella dama con la alquimia de la palabra y del
pensamiento. El mito de Suriel ha creado a la mujer perfecta, intocable, divina:
Venus. La suya sólo existe en su mundo poético. “Te formé en el sofisma, / no de la política, / sino de la vida; / te
articulé en el mito, / no de la religión, / sino en mi creencia”. (Creación).
Ni Ulises ni
Dante ni Suriel pueden sacar de su mente el recuerdo, la imagen de su amada,
porque ésta ha adquirido el rango mítico y eterno. El poeta ha creado a su
amada y ya no tiene poder más que para contemplarla y amarla. El poeta la hizo
eterna, divina y ya no puede, aunque quiera, sacarla de su mundo poético. Esa
mujer existe para siempre. “He escrito tu
nombre / con tinta indeleble / en mi epidermis, / en mi osamenta, / cual
lingüista antiguo / eternizara un extraño idioma / en las pirámides de Egipto”.
(Para olvidarte).
A la mujer
mítica ya nada terrenal le afecta y sus atributos sobresalen como los de una
diosa inmortal. El clímax poético llega con el poema que da título al poemario.
“Eres la belleza escondida en lo sublime,
/ en lo que trasciende y ahonda en el alma, / en lo que esclaviza y libera al
unísono / el deseo de la morada sensitiva”. (Tránsito de Venus).
Lo que empezó
siendo un rito de los sentidos, de la
sensualidad, acaba siendo un mito,
una visión de la mujer en el orden del pensamiento y la imaginación. Es esto lo
que puede considerarse el mejor hallazgo de la obra de Jean Suriel. “Acudo a descubrirte / en el eros cincelado
y taciturno de la imagen. / Pero eres más que imagen / porque prevaleces,
sempiterna, a la mitología, / a la escultura, al dato astronómico. / Alcanzas
la dialéctica y la fluidez de lo perpetuo”. (Tránsito de Venus).
¿Podrá querer
el poeta con amor humano a la que es fruto de su creación? Es posible amar sin
límites, superando las adversidades. Si pudo Ulises y Dante, se concluye que sí
es posible amarla eternamente. “Quisiera
quererte, / así, / apasionadamente y hondo, / […] al momento que se pretende /
detener el tiempo, / eternamente”. (Quererte… y punto).
4. Variaciones sobre un mismo tema. Para
llegar a la cima de la belleza, al encuentro con la Beldad infinita, hay que
arriesgar. Y si se trata de Venus, con más motivo hay que buscarla en lugares
no comunes ni habituales. “Te busco en la
ola / que estremece el mar. / Transito por senderos / desconocidos / buscando
tu piel”. (Antílope).
El dios que
hizo posible la existencia de una Beldad, ahora naufragado en sus aguas más
profundas –su alma- ha llegado al éxtasis de la complacencia. Ya no forcejea ni
da manotadas contra el viento. Ahora la dicha es zozobrar en el seno de la
amada. “Barca ya no tengo y mis remos
olvidados / en algún lugar de tu carne / donde zozobro / y perduro a la
deriva”. (Náufrago).
Exhausto el
poeta, acaba el canto a la amada. El viento, la blancura, el silencio, la
desnudez del alma, concentran las emociones agolpadas en el poeta que chapotea
en la nostalgia.“No tengo garras. Sólo /
dono amor a esas calles por las que anduviste vestida de blanco. […] Doblego al
silencio para que te / adore en tu único altar. […] Pero yo / quedo detenido en
los charcos de nostalgia […] Soy el viento que / espera la última gota de
agua”. (El viento).
El ánfora,
símbolo de la fecundidad de la mujer, indican que es posible el germen de la
vida, de la luz. Es la mujer ideada por el artista “inventada en el aire […] espera en el horizonte / la creación de la
luz” (Ánfora).
El poeta
siente rota el alma, agrietada sus entrañas de tristeza y amargura. Aquí podría
decir con la Nobel de Literatura, Wislawa Szymborska, “Mi alma es tan evidente como el hueso de una ciruela” (Paisaje, en
Amor feliz y otros poemas). Tal vez se
trate de la herida dolorosa de no tener la criatura de su imaginación: la Venus
de sus sueños poéticos. “Es otoño en la
mirada fija, / es otoño ya, es otoño adentro / en el alma rota, en las
entrañas, / en las grietas hondas y profundas”. (Estaciones del alma
sombría I).
Todo es frío,
como una tumba, sin la amada. La luz de Venus ya no brilla. Sin ella el bardo
se sume en la oscuridad. Sin ella, sin su rostro cálido y luminoso, el frío
invierno llega al alma. Una chispa de esperanza queda, pero la noche la devora.
Gérard de Nerval dirá: “Car l’homme a le
pied dans la tombe, / quand l’espoir ne le soutient plus” (El hombre tiene
un pie en la tumba, / si le falta un sostén de esperanza.). Solamente la presencia
luminosa de Venus da fuerzas al poeta para superar la adversidad del tiempo. “Álgido el invierno se levanta […] Se curva
la noche en el espejo. / Sólo el hielo de la nada cruje, / sólo el témpano del
alma sola, /que parece escapar en una ola / de frío. Dolor helado. Sufre”. (Estaciones
del alma sombría II).
CONCLUSIÓN. “Hemos rascado a fondo con la espátula / cada erupción del pensamiento” (Eugenio
Montale, en Satura). La obra de Jean
Suriel está concebida con una estructura progresiva. El autor va de la
percepción sensual de la mujer, a una percepción más elevada y espiritual. Se
percibe aquí un rasgo del Interiorismo.
Pero donde se
da un paso cualitativo es en la visión mítica de la mujer. Aquí podría decir
Suriel las palabras del poeta hondureño, José Adán Castelar: “No verte es mi ceguera” (Claroscuro, en Tiempo Ganado al mundo). El poemario,
pues, se sostiene sobre esta visión dimanada del mito. En este estadio la mujer
es autónoma, plena, bella, sublime, divina. Al crear un mito de la mujer,
Venus, es decir, al divinizarla el poeta pierde el control de los sentidos y
sufre porque sigue siendo humano, mientras que ella reina en la fábula, en el mito.
“Yo, Beatriz, soy quien te hace caminar,
/ vengo del sitio al que volver deseo; / amor me mueve, amor me lleva a
hablarte”. (Divina Comedia, canto
II, 70-72).
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