jueves, 26 de diciembre de 2013

La Cifra, 1981. JORGE LUIS BORGES


La Cifra, 1981. La poesía de Borges tiene un gran alcance intelectual. Inspirado en Francis Bacon, Emerson, Browning y Jaimes Freyre el poeta dice en el prólogo a este poemario que «estas páginas buscan, no sin incertidumbres, una vía media».
Podemos hablar, sin temor a equivocarnos, de una ‘teoría de los espejos’ en Borges quien, con su genio agudo, sabe trasponer sus propias angustias, y lo que es más, sus grandes preguntas existenciales a los seres y cosas que lo rodean. «El gato blanco y célibe se mira / en la lúcida luna del espejo […] ¿Quién le dirá que el otro que lo observa / es apenas un sueño del espejo […] ¿De qué Adán anterior al paraíso, / de qué divinidad indescifrable / somos los hombres un espejo roto?» (Beppo).

Acabo de decir que en la obra poética de Borges podemos hablar de una ‘teoría de los espejos’. Esta afirmación se sostiene en el hecho de que el espejo o los espejos desprenden algo de misterio o, mejor, de sueño y magia que lleva al poeta a hacerse preguntas de gran profundidad como acabamos de ver en el “Beppo”. Habría que analizar a fondo esta teoría que apenas si entreveo en poemas como “Ausencia”, “Los espejos”, “Arte poética”, “A quien está leyéndome”, “Spinoza”, “Invocando a Joyce”, “Elogio de la sombra”, “Un ciego”, “Al espejo”, “Una llave en East Lansing”, “La luna”, “La moneda de hierro”, “El espejo”.

La vejez deviene como una sombra. Esta realidad existencial está asumida por el artista que considera la senectud como la antesala de la muerte. La vejez se sostiene en la esperanza. El poeta se repite como Penélope que rehace una y otra vez el tejido. La vejez se presenta aquí con el genio erosionado, infecundo. «Y la vejez, aurora de la muerte […] y vísperas de trémula esperanza» (Aquél). «Soy la fatiga de un espejo inmóvil / o el polvo de un museo» (Eclesiastés, 1, 9). «Soy aquel otro que miró el desierto / y que en su eternidad sigue mirándolo. / Soy un espejo, un eco. El epitafio» (Yesterdays).

La vejez está vinculada al insomnio, que es, acaso, lo que más teme un anciano. Pero también la vejez está asociada al miedo de perder las facultades vitales. El insomnio «es temer y contar en la alta noche las duras campanadas fatales»; la longevidad «es el horror de ser en un cuerpo humano cuyas facultades / declinan, / es un insomnio que se mide por décadas» (Dos formas del insomnio). Ante esta terrible realidad a la que se enfrenta el anciano, surte al paso la inevitable corazonada de pasar de este mundo a la eternidad. El poeta se aflige ante ella y exclama: «No estoy acostumbrado a la eternidad» (The cloisters).

Esperar la muerte no resulta fácil. Sin embargo, reflexionar sobre ella hace más ligero el paso y menos pesada la angustia existencial. La duda o, mejor, el escepticismo aflora en bate argentino. «Del otro lado de la puerta un hombre / deja caer su corrupción. En vano / elevará esta noche su plegaria / a su curioso dios, que es tres, dos, uno, / y se dirá que es inmortal […] Eres, hermano, ese hombre». (La prueba). «¿Dónde estará la rosa que en tu mano prodiga, sin saberlo, íntimos dones? […] La rosa verdadera está muy lejos. / Puede ser un pilar o una batalla […] o el júbilo de un dios que no veremos» (Blake).

La Cifra” tiene un tono de despedida, una extraña sombra de melancolía que avisa ya la muerte del poeta. «Del otro lado de la muerta un hombre / hecho de soledad, de amor, de tiempo, acaba de llorar en Buenos Aires / todas las cosas» (Elegía). «¿Seré apenas, repito, aquella serie / de blancos días y de negras noches / que amaron, que cantaron, que leyeron / y padecieron miedo y esperanza […] Quizá del otro lado de la muerte / sabré si he sido una palabra o alguien» (Correr o ser).

Se confirma una vez más la obsesión heraclitana de Borges. Esto es, su teoría de que transcurrimos como el río que pasa y se queda, mas no el mismo, puesto que nunca sus aguas son las mismas. Somos río, tiempo. Paso irrevocable de la existencia que se precipita hacia el olvido. Precisamente por la fugacidad de la vida humana es que el poeta se propone pergeñar los versos que le garanticen, después de su estancia terrenal, permanecer incólume en la palabra poética. «Somos el río que invocaste, Heráclito. / Somos el tiempo […] Otra cosa no soy que esas imágenes / que baraja el azar y nombra el tedio. / Con ellas aunque ciego y quebrantado, / he de labrar el verso incorruptible y (es mi deber) salvarme» (El hacedor).

El poeta sazonado ya por los años que le ha deparado la vida, lúcido, se sitúa ante la muerte con una actitud reverencial y, diría, creyente. Hay un hilo invisible –la fe cristiana- que teje la vida, el pensamiento de Jorge Luis Borges. Alabo la actitud frente al misterio. Que un intelectual como Borges crea y hable con sencillez de Dios es aleccionador. Y pienso, de repente, en hombres que creyeron en Dios siendo prominentes lumbreras de la ciencia y el saber. «Que el hombre no sea indigno del Ángel / cuya espada lo guarda / desde que lo engendró aquel Amor / que mueve el sol y las estrellas […] El otro lo mira […] Señor, que al cabo de mis días en la Tierra / yo no deshonre al Ángel». «Algo, sin embargo, nos ata. / No es imposible que Alguien haya premeditado este / vínculo. / No es imposible que el universo necesite este vínculo» (El bastón de laca).

La senectud pertenece al reino de la soledad, más aún para las personas longevas, como sucede con el poeta. Borges como Hierocles, exclama: «Si debo entrar en la soledad / ya estoy solo. / Si la sed va a abrasarme, / que ya me abrase» (El desierto). Sería interesante comparar al Borges de “La Cifra” al Aleixandre de “Poemas del conocimiento”. Nos lleveríamos más de una sorpresa, sin duda.

En “La Cifra”, Borges nos sorprende con un puñado de haikus –también escribió tankas japonesas, recordemos-, de gran belleza y encanto. «Algo me han dicho / la tarde y la montaña. / Ya lo he perdido. // Callan las cuerdas. / La música sabía / lo que siento. // ¿Es un imperio / esa luz que se apaga / o una luciérnaga?» (Diecisiete haiku).

La Cifra” es un poemario cuya pretensión es dejar constancia de que llagará un momento, por más que lo intentemos, en que ya no veremos ni la luna, ni el sol, ni los días ni las noches. No podremos alcanzar todo lo que quisiéramos lograr. Nuestra existencia tiene un límite en el saber, en el conocimiento y en años. La suma de lo vivido siempre será infinitamente menos de lo que quedó por vivir. «No volverás a ver la clara luna. / Has agotado ya la inalterable / suma de veces que te da el destino. / Inútil abrir todas las ventanas / del mundo. Es tarde. No darás con ella». (La cifra).

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