domingo, 5 de agosto de 2007

APROXIMACIÓN A LA POÉTICA METAFÍSICA DE MANUEL DEL CABRAL

Introducción
Manuel del Cabral del Cabral es el autor del poemario Los Huéspedes Secretos, 1951, el más grande y complejo, bajo mi punto de vista, que haya escrito el poeta quisqueyano.
El aliento creador que hay en Huéspedes Secretos es equiparable a “Diálogos del conocimiento” del poeta español Vicente Aleixandre; a “El canto de la locura”, del puertorriqueño Francisco Matos Paoli; a “Altazor” de Vicente Huidobro; y al de otros poetas contemporáneos dominicanos, a saber: Pedro José Gris, con su obra “Las voces”; José Acosta, con su obra “Territorios extraños”.
Manuel del Cabral arriba a la madurez creadora en Huéspedes Secretos después de muchos intentos diferenciados en sus libros anteriores. En éstos ya está latente la inquietud fundamental de nuestro poeta: la metafísica, la cual desarrolla en la obra que hoy nos ocupa. Estos apuntes estarán enfocados básicamente en esta línea.
Sabemos que hay otros aspectos importantes de la poética cabraliana, a saber: la poesía popular, la poesía negra, el aspecto social, entre otros, sin embargo, por lo que interesa a la Poética Interior, el de la realidad trascendente o metafísica lo configura y determina más que ningún otro móvil creador.

1. La inteligencia poética del Ser.
Huéspedes Secretos recupera la temática de Sangre Mayor –la metafísica[1]-, la sobrepasa y culmina. El lenguaje, bien manejado por el poeta, explora nuevos sentidos semánticos que empalman con un declarado propósito de encontrar la fuente originaria del Ser, del alma, de lo infinito: “¿Tendrán los ciegos, oh infinito, / más niebla que los ojos que te miran? // Sólo cuando yo estoy junto a los niños / a nombrarte me atrevo, oh infinito. // Oh infinito, cómo puedo ser hombre / si tú desde lo alto me enseñaste a ser niño”[2].
Concitado por la presencia del Ser –intuición profunda de la inteligencia poética– que es como decir experiencia religiosa, el poeta pregunta: “Con qué ojos puedo mirarte. / Con qué frente puedo concentrar tu inefable estatura”. El Absoluto se le presenta a Cabral materialmente inmaterial, él lo sabe, pues su materialidad es justamente suprasensorial e inefable. De ahí la agónica desesperación expresada en el verso “¿con qué ojos puedo mirarte?”
En un diálogo directo con la Presencia del Absoluto, Cabral se propone contemplar las mil maneras en que aquélla se revela. La actitud del hombre ante la revelación de lo trascendente tiene que ser consciente y libre, como acontece en nuestro poeta: “Me he preparado para poder contemplar tu plural presencia”.
Alguien nos situó en el mundo, alguien nos puso una gota de “nostalgia de lo eterno”, como diría Óscar de León Silverio, un anhelo profundo de hallar la matriz divina que nos concibió. El hombre, a pesar de su pensamiento, no le es dable conocer del todo la grandeza del Absoluto, ni sus nieblas ni sus abismos. Nuestro poeta sí participa de ese privilegio en un grado superior, mientras que, en cambio, el común de los humanos ni siquiera percibe en los seres pequeños la grandeza que poseen, aunque a veces se admiran de su belleza.
El deleite intelectual es, tácitamente, una nota preponderante en todo el poemario. Somos una piedra arrojada que busca con angustia el origen y su descanso último. Una piedra que anda husmeando a su dueño, pero esto no es posible, porque está dentro de él, rodando inefablemente. En este orden, el hombre sí puede “derribar desde su frente / las bestias que viven en su sangre desde su origen; // y podrá, también, comprender que lo soltó un hondero; / que somos una piedra –quizá la de David-, / una piedra que hace siglos anda en busca de su blanco, / pero una piedra, ¡ay!, que no encuentra al gigante, porque inefablemente rueda dentro de él”.
En la sangre bulle el mar, bulle el misterio abismal del origen de la vida. Nuestro poeta ha identificado algo grande en su sangre que no acaba de poner al descubierto. Asimismo, revela una verdad universal –aporte fundamental en este poemario–: el hombre está en el mundo porque alguien lo puso en él, fue lanzado al mundo (arrojado diría Martín Heidegger) por un hondero, y por tal motivo tiende, como bumerán, al lugar de donde salió.
Esta intuición cabraliana es una constante en todo el poemario. Tácitamente, el poeta rastrea todas las formas de manifestación de lo suprasensorial. Ése es su mayor logro.
2. Las cosas extrañas del ser, nexo con lo sagrado.
Del Cabral tiene una experiencia metafísica del ser que lo creó. Ese hallazgo de la realidad trascendente la poetiza brillantemente en Huéspedes Secretos. Parafraseando a Agustín de Hipona, el poeta podría decir que nuestra alma está inquieta y no descansará hasta que lo haga en Dios. Hay una entidad o “instancia última” heideggeriana a la cual tendemos. Pues como dice en la Metafísica Aristóteles: “Necesariamente tiene que haber alguna entidad eterna, inmóvil…
Ha de haber un principio tal que su entidad sea acto”[3].

Esa entidad primera, o sea, el huésped primero, el hondero, es Dios: “Los ríos todavía no robaban paisajes, / aún andaban tibios por las venas de Dios, / y todos los caminos comenzaban apenas / a dibujarse en las arrugas de su frente; / la espuma de los peces meditaba, ya inédita, / en los bucles de su amo”. Reiner M. Rilke nos confirma la universalidad de los versos cabralianos, cuando él mismo escribe: “Me giro hacia Dios en este giro sin edad, / desde hace millares de años. / ¿Quién soy? No lo sé aún: halcón, tempestad / o cántico poderoso”.
La intuición poética de Cabral no dista de la del filósofo Aristóteles. Aquél proclama una verdad poética trascendente: “Ahora estás aquí. / ¿Pero puedes estar? // Tú dices que te llamas… Pero no te llamas… // Tu puro ser se muere de presente. / Se muere hacia el contorno. // Se muere hacia la vida”. Éste –el sabio de Grecia- proclama una verdad intelectual profunda, filosófica: “hay algo que mueve, siendo ello mismo inmóvil, estando en acto, eso no puede cambiar en ningún sentido… Se trata de algo que existe necesariamente, es perfecto, y de este modo es principio”[4]. Ese ser inmóvil es el hondero. Cabral habla poéticamente de él, Aristóteles filosóficamente. Dos maneras de ver la misma realidad: la trascendente.
En Dios hay vida, pues la actividad del entendimiento es vida y él se identifica con tal actividad: “Se muere hacia la vida”. Y su actividad es, en sí misma, vida perfecta y eterna. Dice literalmente el sabio- “que Dios es un viviente eterno y perfecto. Así, pues, a Dios corresponde vivir una vida continua y eterna. Esto es, pues, Dios”[5]. A esa entidad eterna y divina, infinita es que canta nuestro poeta con desgarrado aliento: “¡Oh infinito, / sólo mi nacimiento puede dolerme igual / que tu presencia virgen ante el hombre!”
Dios es el nombre absoluto del huésped total. Dios mueve la tierra, y “las entrañas del viento y de las aguas”. En el poema “Piedra de Sol”, el célebre poeta, Octavio Paz, nos acerca a lo que queremos decir: “El mundo se despoja de sus máscaras / y en su centro, vibrante transparencia, / lo que llamamos Dios, el ser sin nombre, / se contempla en la nada, el ser sin rostro / emerge de sí mismo, sol de soles, / plenitud de presencias y de nombres”. Dios, el Huésped, es una “presencia transparente”, o sea, metafísica. Los Huéspedes en general, son las mil maneras con que Dios se manifiesta al poeta, es lo que Paz llama: “plenitud de presencias y de nombres”.
No hay duda de que Manuel del Cabral se ve poseído por la realidad trascendente: “Oigo un rumor de flautas antiguas”. Esto es lo que hace distinto al hombre llamado Manuel de todos los hombres. Él se ocupa de las cosas extrañas de su ser, y los demás mortales de las cosas externas y pasajeras.

En su delirio poético el aeda es un taumaturgo, un dios terreno que vivifica a las cosas y a los objetos: “Al contacto de mis manos toman otra estatura”. El rostro del huésped es un “rostro de mañana que huye”. Por lo tanto, resulta imposible asir su realidad óntica, su forma siempre en fuga. Ni siquiera el poema puede atrincherar su impalpable presencia.

El huésped amigo se revela de forma tan diversa que nadie puede predecir de qué otra manera se le presentará de nuevo. Es un huésped secreto que sólo su intuición mira. Huésped que se presenta repentinamente y deja la herida por donde “de súbito cae un poco del día” y “sale un poco la historia de la sangre”. El poeta francés Robert Sabatier en su poema “Estoy herido”, enuncia una experiencia análoga: “Estoy herido por un ser y sé / que su herida es hermana de la mía. Sólo puedo subsistir / sin cuidarlo pues yo soy su veneno”.

Huéspedes Secretos canta el orden suprasensorial de la realidad, la propia realidad humana que está vinculada a algo sublime, a quien “el útero virgen del pensamiento preña”, a “un sentido no propio que trabaja / desde un remoto aliento”. Es un combate furibundo, paradójicamente bello, el que libra el poeta: “¿Dime, aire puro, qué voz es la que escucho, / que ya no me detengo y es con la luz que lucho?”

3. Lo corpóreo, sede de lo intangible.

En lo profundo del ser el poeta metafísico siente arañazos en sus carnes, cincelazos del huésped en su cráneo. Concitado por el huésped interior el poeta pregunta: “Huésped mío, / ¿Qué buscas? / ¿qué quieres, / que a fuerza de ser mudo me golpeas / como un odio sin puertas?”

El huésped que contempla Manuel del Cabral “se hiere cuando silba”, el que con “su garganta pone / más azul en los charcos que pisan los boyeros”. Es el que “en el cutis del mar escribe cartas”, “el que empuja la mañana como el río sus rizos”, el que “bebe en el ojo suelto de un río”.

El tacto y el olfato excitan los sentidos interiores de nuestro iluminado poeta, de forma que queda atrapado por lo que éstos últimos perciben: “¿Por qué tan insistente / esto que no me toca, pero que a ratos / respiro, / lo siento, / me tiembla…” “Hablo con las tijeras que cortan los jardines / para saber si hieren a mi huésped? Porque aquel que me rodea / duerme en la rosa familiar su siesta”.

La poesía trascendente de Manuel del Cabral gana intensidad a medida que uno avanza en la lectura del poemario. En este proceso algo en uno queda trastocado. Nadie que posea un mínimo de sensibilidad puede quedar impasible ante los Huéspedes Secretos. El mismo poeta dice: “Aquello que late, sin agua, / sin viento, / sin lumbre, / sin tierra, / ¿lo comprenden los hombres? ¿Lo comprenden las cosas?.. Todo está como el agua, / como la ola; / ¡Sólo el temblor me inventa a cada instante!”.

Manuel del Cabral pretende darnos a conocer, de muchas maneras, con Huéspedes Secretos, la certeza metafísica de la presencia impalpable del Ser, del Absoluto, de Dios. Lo podemos entender de cualquiera de las formas. Nuestro poeta no hace una confesión de fe, sino una revelación poética de la verdad profunda que su alma no puede dejar de propalar en su poesía transida de una fuerza extraña y estremecedora.

Esa presencia del Absoluto galopa como un caballo, pero “no podemos tocarle, / porque galopa alto…/ y mucho antes que el tiempo, / mucho antes / que el hombre y la palabra”. Esa presencia es la que persiste, eterna e inagotable en los “caracoles que tienen un rumor interior, / un inefable / rumor terco de océano”.

La conciencia superior de pertenecer a otro orden, sin dejar el orden cotidiano, inmanente, es tal vez el rasgo que, a mi juicio, crea la angustia metafísica de Cabral: “No sé que hacer con este cuerpo mío, / alguien me lo alquiló, yo no sé cuándo… Yo quiero devolverlo como me lo entregaron; / sin embargo, / yo sé que es tiempo lo que a mi me dieron”.

Desdoblada la conciencia del poeta, en la pureza de la luz, se ve a sí mismo habitado por otro, que es él mismo en su búsqueda de absoluto: “porque yo sé que hay dos aquí en mi carne”. El problema deviene cuando esta doble corporeidad, la material y la intangible, –porque está más allá de lo físico y de los sentidos corpóreos–, se “atraen y se repelen”. Es decir, el cuerpo no se ocupa más que de lo sensorial, pero el alma puja, loca, sin descanso, sin tregua, en una atroz búsqueda por hallar su paz y su calma: “Hay uno de los dos que no descansa, que no duerme, / porque también / está buscando al otro que en ti tiembla”.

La antítesis niñez-vejez conjuga dos aspectos de una misma realidad: la de la persona que, siendo adulta, busca su origen, su fuente originaria de vida: “Antes de llegar al mundo / te pusiste a pensar y envejeciste”. En la vejez el ser humano tiende a su origen, como las ramas de un árbol vetusto que buscan la tierra, hasta que al fin caen, vencidas, a ella. Para algunos ese viaje es doloroso, como es el caso de nuestro poeta: “Con tu mañana al hombro, / era ya inevitable / tu doloroso viaje de raíces”.

Nuestro más oculto huésped no es tiempo, nunca lo ha sido ni lo será: de ahí la profundidad de esta poesía. Apunta a algo que no es tangible, material. Ser eterno es reconocer la presencia oculta, metafísica del huésped del alma.

Hay una pugna consciente entre la realidad corpórea y realidad trascendente (metafísica). Sabemos lo que es el llanto, pero no dónde nace. Sabemos que nacemos, pero no porqué nacemos viejos, cargados de futuro: “Tú que naciste anciano, / y tú llenas de pronto de futuro”.

4. Lo eterno en el tiempo, intuición del Yo Profundo.

La realidad trascendente es transparente, como un cristal. Alcanzar esa transparencia requiere de un ejercicio infatigable de desprendimiento, renuncia y desasimiento material, de todo lo que es tiempo: “Me fui quitando cáscaras, /y el espejo a ponerse ya más limpio. / Al fin quedé desnudo, / y fui al cristal para mirarme puro, / pero no pude verme”. “Quise vestirme pero fue imposible, / no podía vestir la transparencia”.

La materia es depositaria de una secreta fuerza inmaterial, eterna, divina. Algo que la configura, da ritmo y consistencia: “Fue primero la esencia, no lo manifestado”. // “Debe haber algo, / algo que se da el lujo de ser materia, / tiempo, movimiento”. Estas vibraciones suprasensoriales son las que concitan al poeta. Esto es lo que él canta: el temblor que existe en cada cosa que toca, que mira y se le revela. Todo lo que convoca el poeta queda sangrando eternidad, misterio; “He salido de la casa de Octavio: / sucia de eternidad me hallé su ropa…/ estas gotas que Octavio va sacando calientes/ del ojo de la estatua…/ sus manos cantan bajo la tempestad, / la feroz escultora: / la que pule y modela con viento el universo”.

Hay momentos imantados de misterio: “Afuera, como perros con su hueso, / cien panteras lamían su esperanza esperándonos…// Una de las panteras entró para mirarme… su hermosura / era la del abismo iluminado.// Nos fuimos al espejo para ver nuestras caras, / y en el espejo vimos tres panteras / en vez de nuestros rostros”. En el abismo de un espejo el rostro transmuta misteriosamente. ¿Qué fue lo que vio el poeta? ¿Qué hermosura contemplaron sus sentidos interiores en el abismo iluminado? Sin duda algo que le arrebató la calma. Un universo que los sentidos comunes apenas si balbucen: “Te busco como algo que hace tiempo molesta”.

La nada es ese misterio esencial que nos posee el tiempo, la carne: “Yo te cuento los años en mi carne; / tu profunda estatura va en mi metro de huesos”. De todo el cuerpo el cráneo, “piedra mayor del esqueleto”, esconde en sus profundidades la intangible presencia del huésped más secreto de todos: la nada, la nada habitada. Nada honda como una caverna de la cual sale “tu primer huésped / que sale como ayer de tu guarida / armado de cariño y luz felina”.

Estamos en el mundo, pero tendemos hacia alguien o algo. Parece que, contrariamente a Heidegger, no somos seres para la muerte, sino para permanecer junto a alguien o algo que ha tenido en zozobra e infieri nuestro ser en el mundo: “¿Hacia qué levantados designios nos lleva el viento?”. La pregunta ¿adónde nos lleva el viento con “ritmos eternos”?, es fundamental en la obra cabraliana. Vicente Aleixandre en el poema “Sonido de la guerra” nos aproxima a la gran verdad que intuimos: “Más allá de la muerte vive algo, / un resto, en vida propia. Y ando, aparto / esa otra vida a solas que no entiendo”.

La temporalidad se riñe con lo eterno, pero al mismo tiempo se compenetran. Hay atracción y repulsión de la realidad palpable y de la realidad intangible: “Siempre apedreamos al tiempo. Con las piedras profundas de la Esfinge”.

El poeta tiene la virtud de “pensar en aquello” que aún no es un problema para nosotros. Esto es, su Yo Profundo, en sintonía con lo real trascendente, jadea en el abismo metafísico, donde “existe sólo aquello que nunca hemos visto”. Los espíritus intuitivos, como el de Manuel del Cabral, lo olfatea en “el aire que hace que a veces no muera un caballo, / el aire, el que respira a veces por un ojo el astrónomo”.

Lo más sorprendente es que el poeta identifica a tal huésped como alguien que está en sus profundidades: “Alguien toma la noche como pañuelo oscuro / para secar la nada que concentra / profundidades de humedades mías”.

La nada en la concepción poética de Manuel del Cabral es una “amante transitoria”, una “concubina del tiempo”. La nada no es el lugar donde no existe cosa alguna, la nada poética cabraliana es esa inquietud profunda del ser donde “he juntado los silencios”.

En síntesis, Huéspedes Secretos responde a la inteligencia poética del Ser, de ahí que la concepción metafísica que registra el poemario esté vinculada estrechamente con lo sagrado del mundo y con lo divino. En el mismo orden de ideas, lo corpóreo, lo inmanente, es la sede de lo intangible, el lugar en que se revela lo real trascendente. El poeta se sabe tiempo, pero también eternidad, esto es, inmanencia y trascendencia. La poesía de Huéspedes Secretos es el resultado del encuentro terrible entre esas dos realidades. Y ese “entre” tiene un nombre: Manuel del Cabral, quien, jalonado por lo tangible y lo intangible, nos introduce en un género de creación poética que traspasará los siglos.

[1] Bruno Rosario Candelier, La Búsqueda de los Absoluto, Ateneo Insular, 1997, pág. 43ss.
[2] Todas las cursivas, salvo indicación, pertenecen al poemario Huéspedes Secretos y responden a un orden secuencial que va desde el primer poema hasta los últimos.
[3] La Metafísica, Libro XII, 1071, 5-15.
[4] Ibid, 1027, 5ss.
[5] Ibid, 1072, 25.

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